Friday, November 02, 2007

Leyendo entre mis libros viejos estuve disfrutando de algunos cuentos de Ambrose Bierce y me gustaría compartir algunos con uds.

Biografía:

Escritor estadounidense (Ohio, 24-VI-1842 – México, 1914). Participó de la Guerra de Secesión, ejerció el periodismo en California y describió la sociedad californiana en un estilo refinado e irónico. En 1914 desapareció durante la guerra civil mexicana. Escribió cuentos de terror e historias fantásticas: Seis relatos negros (1892) y Relatos insólitos (1893). El diccionario del diablo (1906) es una colección de aforismos que satirizan la hipocresía y mediocridad humana.

Algunos cuentos:

Visiones de la Noche
(Visions of the Night-1887)

Ambrose Bierce


Tengo la convicción de que el don de los sueños es un valioso obsequio literario, pues si con alguna técnica aún no descubierta pudiéramos captar, fijar y utilizar las insólitas imágenes que proporciona, tendríamos una literatura «muy por encima de lo corriente». Del mismo modo que los animales adiestrados adquieren nuevas capacidades y aptitudes, ese don podría mejorarse sensiblemente una vez capturado y domesticado. Con ello, doblaríamos las horas productivas y realizaríamos nuestra más fructífera labor mientras dormimos. Pero, incluso en las condiciones actuales, el mundo de los sueños es un terreno que produce rentas, tal y como demuestra «Kubla Khan».

¿Y qué es el sueño? Pues una desordenada disposición de recuerdos inconexos, una embrollada sucesión de pensamientos que una vez estuvieron presentes en la conciencia insomne. Es una resurrección de todos los muertos en tropel (pasados y recientes, justos e injustos) que, emergiendo de sus tumbas resquebrajadas «con las mismas ropas que llevaban en vida», corren desordenadamente para conseguir una audiencia del director de todo ese baile mientras se desgarran los vestidos unos a otros. Pero, ¿es que realmente hay un director? En absoluto; el que debía serlo renunció a su autoridad y la masa se ha apoderado de su voluntad. Murió, pero no resucita con los demás; su capacidad de juicio y de sorpresa ha desaparecido. Puede sentir dolor y alegría, terror y atracción, pero no asombro. Lo monstruoso, absurdo y antinatural se convierte entonces en sencillo, correcto y razonable. Ni lo ridículo divierte ni lo imposible desconcierta. El único poeta verdadero que encontramos es, pues, el soñador; en él «la imaginación es compacta».

Pero la imaginación no es otra cosa que recuerdo. Si no, intenta imaginar algo que nunca hayas visto, sentido, oído o leído. Prueba a concebir, por ejemplo, un animal que no tenga cuerpo, miembros o cola, o una casa sin paredes ni techo. Cuando estamos despiertos dirigimos y ordenamos nuestros pensamientos por medio de la voluntad y el juicio; seleccionamos y sacamos del almacén de los recuerdos aquello que nos sirve, y excluimos, no sin dificultad, lo que no nos interesa. Por el contrario, cuando dormimos nuestras fantasías «nos suceden». Aparecen tan agrupadas y mezcladas, tan impregnadas de sus mutuos elementos, que el conjunto parece nuevo; pero las viejas y conocidas unidades de pensamiento son las mismas. Tanto despiertos como dormidos, lo que sacamos de nuestra imaginación son nuevas combinaciones; «la materia de la que están hechos los sueños» es reunida por los sentidos y almacenada en la memoria del mismo modo que las ardillas almacenan nueces. Pero hay al menos un sentido que no contribuye a la fábrica de los sueños: nadie ha soñado nunca un olor. La vista, el oído, el tacto, e incluso el gusto trabajan para asegurar nuestro entretenimiento nocturno; pero el sueño no tiene nariz. Sorprende que observadores tan sagaces como los antiguos poetas no describieran a la divinidad en actitud durmiente, y que sus obedientes siervos, los escultores, no la representaran. Puede que estos últimos, al trabajar para la posteridad, intuyeran que el tiempo y la fatalidad revisarían inevitablemente su obra, y por ello la conformaran a hechos naturales.

¿Quién es capaz de relatar un sueño de tal forma que lo parezca? No creo que exista un poeta con un estilo tan fino; es como intentar transcribir la música de un arpa eólica. Existe una especie conocida del género Pelmazo (Penetrator intolerabilis) que después de leer una narración -tal vez de algún gran escritor -se las ve y se las desea para exponer su argumento con el fin de instruir y deleitar. Al final considera (¡qué buen espíritu!) que no hace falta leerla. «Bajo condiciones y circunstancias sustancialmente semejantes» (como reza una ley que rige el comercio interestatal) yo no debería incurrir en una falta similar. Con todo, me propongo exponer en estas hojas la trama de algunos de mis propios sueños, si bien hay que tener en cuenta que aquí «las condiciones y circunstancias» son diferentes, pues mis fantasías no son accesibles al lector. Algunos fragmentos parecerán pobres y sé que al comentarlos no alcanzaré un gran éxito, pero he de reconocer que me resulta imposible apresar a un espíritu tan esquivo como éste.

Caminaba durante el crepúsculo por un enorme bosque de árboles antes nunca vistos, sin saber de dónde venía ni adónde iba. Sentí la desmesurada extensión de aquel lugar y me di cuenta de que estaba completamente solo. La idea de algún horrible hechizo, como castigo a un crimen olvidado que debía de haber cometido al amanecer, me obsesionaba. Avancé mecánicamente y sin esperanzas bajo los árboles siguiendo una senda que atravesaba las embrujadas soledades de la espesura. Un tenebroso arroyo cruzaba perezosamente mi camino: era sangre. Giré hacia la derecha y lo seguí durante un largo trecho; al cabo de un rato llegué a un abierto espacio circular, inundado por una luz tenue e irreal, en cuyo centro se podía reconocer un depósito de mármol blanco. Estaba lleno de sangre y el riachuelo que había seguido era su desagüe. En torno al depósito, entre él y el bosque circundante, había un espacio de unos dos pies de anchura cubierto por grandes losas de mármol sobre las que yacían unos veinte cuerpos humanos sin vida. Aunque no los conté, sabía que su número tenía alguna relación clara y portentosa con mi crimen. Posiblemente indicaba en siglos la fecha en la que lo había cometido; la precisión de la cifra era pues evidente. Los cuerpos estaban desnudos y distribuidos simétricamente alrededor del tanque como si fueran los radios de una rueda: reposaban sobre la espalda con los pies hacia afuera, y sus cabezas, abatidas sobre el borde de la cubeta, mostraban un corte en la garganta del que brotaba sangre lentamente. Observé toda la escena sin hacer el menor movimiento. Era el resultado natural y necesario de mi pecado y, por ello, no me afectaba. Pero había algo que me llenaba de aprensión y temor, una pulsación monstruosa que tenía un ritmo lento e inexorable. No sé si se dirigía a alguno de mis sentidos o si llegaba directamente a mi conocimiento a través de algún camino desconocido para la ciencia. La lastimosa regularidad de su amplia cadencia era enloquecedora e invadía todo el bosque. Parecía la manifestación de un mal gigantesco e implacable.

No recuerdo nada más de este sueño. Dominado probablemente por el pánico cuyo origen debía de ser el malestar propio de una mala circulación sanguínea, grité y mi propia voz me despertó.

Este otro sueño aconteció en los primeros años de mi juventud. No tendría más de dieciséis años y, a pesar del tiempo transcurrido, recuerdo lo que en él ocurría con la misma claridad que cuando apenas había pasado una hora y yacía encogido de miedo bajo la colcha.

Me encontraba solo en una inmensa llanura y era de noche (en mis pesadillas siempre suelo estar solo y normalmente es de noche). No había árboles, ni ríos ni colinas, ni rastro alguno de presencia humana. El terreno estaba cubierto de una vegetación rala y oscura, una especie de rastrojos, que recordaba que la llanura había sido arrasada por el fuego. El camino por el que deambulaba mostraba algunos charcos que desaparecían y volvían a aparecer, como si al fuego le hubiera seguido la lluvia. Unos oscuros nubarrones desplazaban aquellas partes de cielo reflejadas en los charcos. Al desaparecer, daban paso al brillo acerado de los astros, a cuya luz álgida las aguas mostraban un lustre sombrío. Me dirigí hacia el oeste, donde un fulgor escarlata resplandecía en el horizonte bajo largas franjas nubosas, produciendo un efecto de lejanía inconmensurable, semejante a la que había aprendido a escudriñar en los dibujos de Doré, quien, con cada trazo, formulaba un presagio y una maldición. Mientras avanzaba vi siluetas de torres y almenas que se perfilaban contra ese escenario misterioso y que crecían cada vez más hasta alcanzar unas dimensiones inimaginables. Aquella construcción que iba llenando mi amplio ángulo de visión no parecía, sin embargo, estar más cercana. Desesperado y sin ánimos, continué avanzando con dificultad por la condenada y lúgubre llanura, mientras la enorme estructura siguió creciendo hasta resultar inabarcable con la vista. Sus torres eclipsaron completamente las estrellas. Entonces atravesé un pórtico descomunal cuyas columnas estaban construidas con sillares ciclópeos.

El interior, completamente vacío, mostraba el polvo propio del abandono. Una luz difusa -esa luz que sólo existe en los sueños, y que tiene vida propia- me permitió recorrer largos pasillos que parecían no tener fin y atravesar estancias enormes cuyas puertas cedían a mi paso. Mis pisadas resonaban con el mismo eco que en las mansiones abandonadas y en las criptas habitadas. Caminé durante horas por aquella horrible soledad, consciente de que buscaba algo desconocido. Por fin, me encontré en lo que supuse el último rincón del edificio: una habitación de dimensiones normales con una única ventana. A través de ella volví a ver el resplandor rojizo que, como un signo inequívoco, se extendía hacia el occidente, y reconocí en él al fuego inmutable de la eternidad. Por encima de aquel fulgor siniestro y amenazante llegaba la terrible verdad que años más tarde, como un capricho extravagante, intenté expresar en verso:

Hace tiempo el hombre desapareció del orbe.
La corte de ángeles cayó en tumbas ignoradas.
También los diablos han quedado fríos al fin,
Y hasta el mismo Dios yace al pie del gran trono blanco.

A pesar del resplandor, era difícil ver en la oscuridad reinante y pasó algún tiempo antes de que descubriera, en el rincón más alejado de la habitación, los contornos de una cama a la que me acerqué con un fatal presentimiento. Sospechaba que la parte funesta de mi aventura terminaría con un clímax espantoso, pero no pude resistirme al hechizo que me empujaba a concluirla. Sobre la cama, medio desnudo, yacía el cadáver de un hombre. Estaba boca arriba, con los brazos pegados a los costados. Al inclinarme sobre él, cosa que hice con asco pero sin miedo, descubrí que estaba horriblemente descompuesto. Las costillas sobresalían entre la carne apergaminada y, a través del vientre hundido, asomaban las protuberancias de la espina dorsal. Tenía el rostro renegrido y acartonado, y sus labios, algo separados de unos dientes amarillentos, castigaban su semblante con una sonrisa horrenda. Un abultamiento bajo los párpados parecía indicar que los ojos habían escapado a la destrucción general. Y así era, pues cuando me acerqué a verlos, se abrieron lentamente y se clavaron en los míos con una mirada sólida y tranquila. Traten de imaginar mi espanto, pues me resulta imposible describirlo: ¡aquellos ojos eran los míos! Esos someros restos de una especie desaparecida, ese engendro horrible que ni el tiempo ni la eternidad habían conseguido destruir, aquel desperdicio tan odioso y aborrecible que continuaba vivo tras la muerte de Dios y de los ángeles... ¡era yo!

Hay sueños que se repiten. De ellos hay uno que me parece suficientemente raro como para justificar su relato, aunque me temo que el lector llegue a pensar que el reino de los sueños es cualquier cosa menos un terreno feliz por el que mi alma vaga a altas horas. Y no es así. Un gran número de mis incursiones en el mundo onírico, y supongo que muchas de las de los demás, van acompañadas de los más felices finales. Mi imaginación retorna al cuerpo como la abeja a la colmena, cargada de un botín que, con la ayuda del azar, se transforma en miel y se almacena en las celdas del recuerdo como un gozo eterno. Pero el sueño que voy a relatar tiene una carácter doble; se trata de una experiencia extrañamente horrorosa, pero el horror que inspira es tan absurdamente desproporcionado al incidente que lo provoca que, al recordarlo, su fantasía divierte.

Atravieso un claro en una zona escasamente boscosa. Entre el cordón de árboles diseminados alrededor de ese espacio irregular, se ven algunos campos cultivados y viviendas en las que habitan inteligencias extrañas. Debe de estar a punto de amanecer porque, a través de las neblinas que llenan caprichosamente el paisaje, se ve una luna casi llena que, de un color rojo sanguinolento, desciende por el oeste. La hierba que piso está húmeda por el rocío y toda la escena tiene la luz de plenilunio de una mañana estival. Junto al camino hay un caballo que pasta ruidosamente. Cuando paso a su lado levanta la cabeza y, sin hacer el menor movimiento, me observa durante un rato. Después se acerca. Es blanco como la leche, manso de porte y de aspecto amigable. «Este caballo es un alma apacible», me digo mientras me detengo a acariciarlo. Con los ojos fijos en los míos, se aproxima más y me habla con voz humana, con palabras articuladas. Esto, más que sorprenderme, me aterroriza, y rápidamente me despierto.

El caballo siempre habla mi lengua, pero nunca entiendo lo que dice. Supongo que será porque salgo de su mundo antes de que se acabe de expresar. Seguro que a él le asusta tanto mi repentina desaparición como a mí su forma de hablarme. Daría cualquier cosa por conocer el significado de sus palabras.

Tal vez una mañana lo haga y ya no regrese nunca más a este nuestro mundo.

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El Puente Sobre el Río del Buho
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Ambrose Bierce, de Cuentos de Soldados y Civiles


I

Desde un puente de ferrocarril, en el norte de Alabama, un hombre miraba correr rápidamente el agua veinte pies más abajo. El hombre tenía las manos detrás de la espalda, las muñecas atadas con una cuerda; otra cuerda anudada al cuello y amarrada a un grueso tirante por encima de su cabeza, pendía hasta la altura de sus rodillas. Algunas tablas flojas colocadas sobre los durmientes que soportaban los rieles le prestaban un punto de apoyo a él y a sus ejecutores -dos soldados rasos del ejército federal bajo las ordenes de un sargento que, en la vida civil, debió de haber sido sub comisario. No lejos de ellos, en la misma plataforma improvisada, estaba un oficial del ejército llevando las insignias de su grado. Era un capitán. En cada extremo había un centinela presentando armas, o sea con el caño del fusil por delante del hombro izquierdo y la culata apoyada en el antebrazo cruzado transversalmente sobre el pecho, posición poco natural que obliga al cuerpo a mantenerse erguido. A estos dos hombres no parecía concernirles lo que ocurría en medio del puente. Se limitaban a bloquear los extremos de la plataforma de madera.

Delante de los centinelas no había nada a la vista; la vía férrea se internaba en un bosque a un centenar de yardas; después, trazando una curva, desaparecía. Un poco más lejos, sin duda, estaba un puesto de avanzada. En la otra orilla, un campo abierto subía en suave pendiente hasta una empalizada de troncos verticales con troneras para los fusiles y una sola abertura por la cual salía la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. A media distancia de la colina entre el puente y el fortín estaban los espectadores: una compañía de soldados de infantería, en posición de descanso, es decir con la culata de los fusiles en el suelo, el caño ligeramente inclinado hacia atrás contra el hombro derecho, las manos cruzadas sobre la caja. A la derecha de la línea de soldados estaba un teniente, con la punta del sable tocando tierra, la mano derecha encima de la izquierda. Excepto los tres ejecutores y el condenado en el medio del puente, nadie se movía. La compañía de soldados, frente al puente, miraba fijamente, hierática. Los centinelas, frente a las márgenes del río, podían haber sido estatuas que adornaban el puente. El capitán, con los brazos cruzados, silencioso, observaba el trabajo de sus subordinados sin hacer el menor gesto. Cuando la muerte anuncia su llegada debe ser recibida con ceremoniosas muestras de respeto, hasta por los más familiarizados con ella. Para este dignatario, según el código de la etiqueta militar, el silencio y la inmovilidad son formas de la cortesía.

El hombre que se preparaban a ahorcar podría tener treinta y cinco años. Era un civil, a juzgar por su ropa de plantador. Tenía hermosos rasgos: nariz recta, boca firme, frente amplia, melena negra y ondulada peinada hacia atrás, cayéndole desde las orejas hasta el cuello de su bien cortada levita. Usaba bigote y barba en punta, pero no patillas; sus grandes ojos de color gris oscuro tenían una expresión bondadosa que no hubiéramos esperado encontrar en un hombre con la soga al cuello. Evidentemente, no era un vulgar asesino. El liberal código del ejército prevé la pena de la horca para toda clase de personas sin excluir a las personas decentes.

Terminados sus preparativos los dos soldados dieron un paso hacia los lados, y cada uno retiró la tabla de madera sobre la cual había estado de pie. El sargento se volvió hacia el oficial, saludó, y se colocó inmediatamente detrás del oficial. El oficial, a su vez, se corrió un paso. Estos movimientos dejaron al condenado y al sargento en los dos extremos de la misma tabla que cubría tres durmientes del puente. El extremo donde se hallaba el civil alcanzaba casi, pero no del todo, un cuarto durmiente. La tabla había sido mantenida en su sitio por el peso del capitán; ahora lo estaba por el peso del sargento. A una señal de su jefe, el sargento daría un paso al costado, se balancearía la tabla, y el condenado habría de caer entre dos durmientes. Consideró que la combinación se recomendaba por su simplicidad y eficacia. No le habían cubierto el rostro ni vendado los ojos. Examinó por un momento su vacilante punto de apoyo y dejó vagar la mirada por el agua que iba y venía bajo sus pies en furiosos remolinos. Un pedazo de madera que bailaba en la superficie retuvo su atención y lo siguió con los ojos. Apenas parecía avanzar. ¡Qué corriente perezosa!

Cerró los ojos para concentrar sus últimos pensamientos en su mujer y en sus hijos. El agua dorada por el sol naciente, la niebla que pesaba sobre el río contra las orillas escarpadas no lejos del puente, el fortín, los soldados, el pedazo de madera que flotaba, todo eso lo había distraído. Y ahora tenía conciencia de una nueva causa de distracción. Borrando el pensamiento de los seres queridos, escuchaba un ruido que no podía ignorar ni comprender. Un golpe seco, metálico, que sonaba claramente como los martillazos de un herrero sobre el yunque. El hombre se preguntó que podía ser aquél ruido, si venía de muy cerca o de una distancia incalculable -ambas hipótesis eran posibles. Se reproducía a intervalos regulares pero tan lentamente como las campanas que doblan a muerte. Aguardaba cada llamado con impaciencia y, sin saber por qué, con aprensión. Los silencios se hacían progresivamente más largos; los retardos, enloquecedores. Menos frecuentes eran los sonidos, más aumentaba su fuerza y nitidez, hiriendo sus oídos como si le asestaran cuchilladas. Tuvo miendo de gritar... Lo que oía era el tic tac de su reloj.

Abrió los ojos y de nuevo oyó correr el agua bajo sus pies. "Si lograra libertar mis manos -pensó- llegaría a desprenderme del nudo corredizo y saltar al río; zambulléndome, podría eludir las balas; nadando vigorosamente, alcanzar la orilla; después internarme en el bosque, huir hasta mi casa. A Dios gracias, todavía está fuera de sus líneas; mi mujer y mis hijos todavía están fuera del alcance del puesto más avanzado de los invasores".

Mientras se sucedían estos pensamientos, aquí anotados en frases, que más que provenir del condenado parecían proyectarse como relámpagos en su cerebro, el capitán inclinó la cabeza y miró al sargento. El sargento dio un paso al costado.

II

Peyton Farkuhar, plantador de fortuna, pertenecía a una vieja y respetable familia de Alabama. Propietario de esclavos, se ocupaba de política, como todos los de su casta; fue, desde luego, uno de los primeros secesionistas y se consagró con ardor a la causa de los "Estados del Sur". Imperiosas circunstancias, que no es el caso relatar aquí, impidieron que se uniera al valiente ejército cuyas desastrosas campañas terminaron con la caída de Corinth, y se irritaba de esta sujeción sin gloria, anhelando dar rienda libre a sus energías, conocer la vida más intensa del soldado, encontrar la ocasión de distinguirse. Estaba seguro de que esa ocasión llegaría para el, como llega para todo el mundo en tiempos de guerra. Entretanto hacía lo que podía. Ningún servicio le parecía demasiado humilde para la causa del Sur, ninguna aventura demasiado peligrosa si era compatible con el carácter de un civil que tiene alma de soldado y que con toda buena fe y sin demasiados escrúpulos admite en buena parte este refrán francamente innoble: en el amor y en la guerra todos los medios son buenos.

Una tarde cuando Farkuhar y su mujer estaban sentados en un banco rústico, cerca de la entrada de su parque, un soldado de uniforme gris detuvo su caballo en la verja y pidió de beber. La señora Farkuhar no deseaba otra cosa que servirlo con sus blancas manos. Mientras fue a buscar un vaso de agua, su marido se acercó al jinete cubierto de polvo y le pidió con avidez noticias del frente.

- Los yanquis están reparando las vías férreas -dijo el hombre- porque se preparan para una nueva avanzada. Han alcanzado el puente del Búho, lo han arreglado y han construido una empalizada en la orilla norte. Por una orden que se ha fijado en carteles en todas partes, el comandante ha dispuesto que cualquier civil a quién se sorprenda dañando las vías férreas, los túneles o los trenes, deberá ser ahorcado sin juicio previo. Yo he visto la horca.

- ¿A qué distancia queda de aquí el puente del Búho? -preguntó Farkuhar.

- A unas treinta millas.

- ¿No hay ninguna tropa de este lado del río?

- Un solo piquete de avanzada a media milla, sobre la vía férrea, y un solo centinela de este lado del puente.

- Suponiendo que un hombre (un civil, aficionado a la horca) esquive el piquete de avanzada y logre engañar al centinela -dijo el plantador sonriendo-, ¿qué podría hacer?

El soldado reflexionó:

- Estuve allí hace un mes. La creciente del último invierno ha acumulado una gran cantidad de troncos contra el muelle, de este lado del puente. Ahora esos troncos están secos y arderían como estopa.

En ese momento la dueña de casa trajo el vaso de agua. Bebió el soldado, le dio las gracias ceremoniosamente, saludó al marido, y se alejó con su caballo. Una hora después, caída la noche, volvió a pasar frente a la plantación en dirección al Norte, de donde había venido. Aquella tarde había salido a reconocer el terreno. Era un soldado explorador del ejército federal.

III

Cuando cayó al agua desde el puente, Peyton Farkuhar perdió conciencia como si estuviera muerto. De aquél estado le pareció salir siglos después por el sufrimiento de una presión violenta en la garganta, seguido de una sensación de ahogo. Dolores atroces, fulgurantes, atravesaban todas las fibras de su cuerpo de la cabeza a los pies. Se hubiera dicho que recorrían las líneas bien determinadas de su sistema nervioso y latían a un ritmo increíblemente rápido. Tenía la impresión de que un torrente de fuego llevaba su cuerpo hasta una temperatura intolerable. Su cabeza congestionada estaba a punto de estallar. Estas sensaciones excluían todo pensamiento, borraban todo lo que había de intelectual en él: solo le quedaba la facultad de sentir, y sentir era una tortura. Pero se daba cuenta de que se movía; rodeado de un halo luminoso del cual no era más que el corazón ardiente, se balanceaba como un vasto péndulo según arcos de oscilaciones inimaginables. Después, de un solo golpe, terriblemente brusco, la luz que lo rodeaba subió hasta el cielo. Hubo un chapoteo en el agua, un rugido atroz en sus oídos, y todo fue tinieblas y frío. Habiendo recuperado la facultad de pensar, supo que la cuerda se había roto y que acababa de caer al río. Ya no aumentaba la sensación de estrangulamiento: el nudo corredizo alrededor de su cuello, a la par que lo sofocaba, impedía que el agua entrara en sus pulmones. ¡Morir ahorcado en el fondo de un río! Esta idea le pareció absurda. Abrió los ojos en las tinieblas y vio una luz encima de él, ¡pero de tal modo lejana, de tal modo inaccesible! Se hundía siempre, porque la luz disminuía cada vez más hasta convertirse en un pálido resplandor. Después aumentó la intensidad y compendió de mala gana que remontaba a la superficie, porque ahora estaba muy cómodo. "Ser ahorcado y ahogado -pensó-, ya no está tan mal. Pero no quiero que me fusilen. No, no habrán de fusilarme. Eso no sería justo".

Aunque inconsciente del esfuerzo, un agudo dolor en las muñecas le indicó que trataba de zafarse de la cuerda. Concentró su atención en esta lucha como un espectador ocioso podía mirar la hazaña de un malabarista sin interesarse en el resultado. Qué magnífico esfuerzo. Que espléndida, sobrehumana energía. Ah, era una tentativa admirable. ¡Bravo! Cayó la cuerda: Sus brazos se apartaron y flotaron hasta la superficie. Pudo distinguir vagamente sus manos de cada lado, en la luz creciente. Con nuevo interés las vio aferrarse al nudo corredizo. Quitaron salvajemente la cuerda, la arrojaron lejos, con furor, y sus ondulaciones parecieron las de una culebra de agua. "¡Ponedla de nuevo, ponedla de nuevo!" Le pareció gritar estas palabras a sus manos, porque después de haber deshecho el nudo tuvo el dolor más atroz que había sentido hasta entonces. El cuello lo hacía sufrir terriblemente; su cerebro ardía, su corazón, que palpitaba apenas, estalló de pronto como si fuera a salírsele por la boca. Una angustia intolerable torturó y retorció su cuerpo entero. Pero sus manos desobedientes no hicieron caso de la orden. Golpeaban el agua con vigor, en rápidas brazadas, de arriba abajo, y lo sacaron a flote. Sintió emerger su cabeza. La claridad del solo lo encegueció; su pecho se dilató convulsivamente. Después, dolor supremo y culminante, sus pulmones tragaron una gran bocanada de aire que inmediatamente exhalaron en un grito.

Ahora estaba en plena posesión de sus sentidos; eran, en verdad, sobrenaturalmente vivos y sutiles. La perturbación atroz de su organismo lo sabía de tal modo exaltado y refinado que registraban cosas nunca percibidas hasta entonces. Sentía los cabrilleos del agua sobre su rostro, escuchaba el ruido que hacía cada olita al golpearlo. Miraba el bosque en una de las orillas y distinguía cada árbol, cada hoja con todas sus nervaduras, y hasta los insectos que alojaban: langostas, moscas de cuerpo luminoso, arañas grises que tendían su tela de ramita a ramita. Observó los colores del prisma en todas las gotas de rocío sobre un millón de briznas de hierba. El bordoneo de los moscardones que bailaban sobre los remolinos, el batir de alas de las libélulas, las zancadas de las arañas acuáticas como remos que levantaban un bote, y todo eso era para él una música perfectamente audible. Un pez resbaló bajo sus ojos y escuchó el deslizamiento de su propio cuerpo que hendía la corriente.

Había emergido boca abajo en el agua. En un instante, el mundo pareció girar con lentitud a su alrededor. Vio el puente, el fortín, vio a los centinelas, al capitán, a los soldados rasos, sus ejecutores, cuyas siluetas se destacaban contra el cielo azul. Gritaban y gesticulaban señalándolo con el dedo. El oficial blandía su revolver pero no disparaba. Los otros estaban sin armas. Sus movimientos parecían grotescos y horribles; sus formas gigantescas. De pronto se oyó una nueva detonación breve y un objeto golpeó vivamente el agua a pocas pulgadas de su cabeza, salpicándole el rostro. Oyó una segunda detonación y vio que uno de los centinelas aún tenía el fusil al hombro: de la boca del caño subía una ligera nube de humo azul. El hombre en el río vio los ojos del hombre en el puente que se detenían en los suyos a través de la mira del fusil. Al observar que los ojos del centinela eran grises, recordó haber leído que los ojos grises eran muy penetrantes, que todos los tiradores famosos tenían ojos de ese color. Sin embargo, aquél no había dado en el blanco.

Un remolino lo hizo girar en sentido contrario; de nuevo tenía a la vista el bosque que cubría la orilla opuesta al fortín. Una voz clara resonó tras él en una cadencia monótona, y llegó a través del agua con tanta nitidez que dominó y apagó todo otro ruido, hasta el chapoteo de las olitas en sus orejas. Sin ser soldado, había frecuentado bastante los campamentos para conocer la terrible significación de aquella lenta, arrastrada, aspirada salmodia: en la orilla, el oficial cumplía su labor matinal. Con qué frialdad implacable, con qué tranquila entonación que presagiaba la calma de los soldados y les imponía la suya, con qué precisión en la medida de los intervalos, cayeron estas palabras crueles:

- ¡Atención, compañía!... ¡Armas al hombro!...¡Listos!... ¡Apuntar!... ¡Fuego!...

Farkuhar se hundió, se hundió tan profundamente como pudo. El agua gruñó en sus oídos como la voz del Niagara. Escuchó sin embargo el trueno ensordecido de la salva y, mientras subía a la superficie, encontró pedacitos de metal brillante, extrañamente chatos, oscilando hacia abajo con lentitud. Algunos le tocaron el rostro y las manos, después continuaron descendiendo. Uno de ellos se alojó entre su pescuezo y el cuello de la camisa: era de un calor desagradable y Farkuhar lo arrancó vivamente.

Cuando llegó a la superficie, sin aliento, comprobó que había permanecido mucho tiempo bajo el agua, la corriente lo había arrastrado muy lejos -cerca de la salvación. Los soldados casi habían terminado de cargar nuevamente sus armas; las baquetas de metal centellearon al sol, mientras los hombres las sacaban del caño de sus fusiles y las hacían girar en el aire antes de ponerlas en su lugar. Otra vez tiraron los centinelas y otra vez erraron el blanco.

El perseguido vio todo esto por arriba del hombro. Ahora nadaba con energía a favor de la corriente. Su cerebro no era menos activo que sus brazos y sus piernas; pensaba con la rapidez del relámpago.

"El teniente -razonaba- no cometerá este error por segunda vez. Es el error propio de un oficial demasiado apegado a la disciplina. ¿Acaso no es tan fácil esquivar una salva como un solo tiro? Ahora, sin duda, ha dado orden de tirar como quieran. ¡Dios me proteja, no puedo escaparles a todos!"

A dos yardas hubo el atroz estruendo de una caída de agua seguido de un ruido sonoro, impetuoso, que se alejó diminuendo y pareció propagarse en el aire en dirección al fortín donde murió en una explosión que sacudió las profundidades mismas del río. Se alzó una muralla líquida, se curvó por encima de él, se abatió sobre él, lo encegueció, lo estranguló. ¡El cañón se había unido a las demás armas! Como sacudiera la cabeza para desprenderla del tumulto del agua herida por el obus, oyó que el proyectil, desviado de su trayectoria, roncaba en el aire delante de él y segundos después hacía pedazos las ramas de los arboles, allí cerca, en el bosque.

"No empezaran de nuevo -pensó-. La próxima vez cargarán con metralla. Debo mantener los ojos fijos en la pieza: el humo me indicará. La detonación llega demasiado tarde; se arrastra detrás del proyectil. Es un buen cañón".

De pronto se sintió dar vueltas y vueltas en el mismo punto. Giraba como un trompo: el agua, las orillas, el bosque, el puente, el fortín y los hombres ahora lejanos, todo se mezclaba y se esfumaba. Los objetos ya no estaban representados sino por sus colores; bandas horizontales de color era todo lo que veía. Atrapado por un remolino, avanzaba con un movimiento circulatorio tan rápido que se sentía enfermo de vértigo y náuseas. Momentos después se encontró arrojado contra la orilla izquierda del río -la orilla austral- detrás de un montículo que lo ocultaba e sus enemigos. Su inmovilidad súbita, el roce de una de sus manos contra el pedregullo, le devolvieron el uso de sus sentidos y lloró de alegría. Hundió los dedos en la arena que se echó a puñados sobre el cuerpo bendiciéndola en alta voz. Para él era diamantes, rubíes, esmeraldas; no podía pensar en nada hermoso que no se le pareciera. Los arboles de la orilla eran gigantescas plantas de jardín; advirtió un orden determinado en su disposición; respiró el perfume de sus flores. Una luz extraña, rosada, brillaba entre los troncos, y el viento producía en su follaje la música armoniosa de una arpa eolea. No deseaba terminar de evadirse; le bastaba quedarse en ese lugar encantador hasta que lo capturaran.

El silbido y el estruendo de la metralla en las ramas por encima de su cabeza lo arrancó de su ensueño. El artillero, decepcionado le había enviado al azar una descarga de adiós. Se levantó de un salto, remontó precipitadamente la pendiente de la orilla, se internó en el bosque.

Caminó todo aquél día, guiándose por la marcha del sol. El bosque parecía interminable; por ninguna parte un claro, ni siquiera el sendero de un leñador. Había ignorado que viviera en una región tan salvaje, y había en esta revelación algo sobrenatural.

Continuaba avanzando al caer la noche, con los pies heridos, fatigado, hambriento. Lo sostenía el pensamiento de su mujer y de sus hijos. Terminó por encontrar un camino que lo conducía en la buena dirección. Era tan ancho y recto como una calle urbana, y sin embargo daba la impresión de que nadie hubiese pasado por él. Ningún campo lo bordeaba; por ninguna parte una vivienda. Nada, ni siquiera el aullido de un perro sugería una habitación humana. Los cuerpos negros de los grandes arboles formaban dos murallas rectilíneas que se unían en un solo punto del horizonte, como un diagrama en una lección de perspectiva. Por encima de él, como alzara los ojos a través de aquella brecha en el bosque, vio brillar grandes estrellas de oro que no conocía, agrupadas en extrañas constelaciones. Tuvo la certeza de que estaban dispuestas de acuerdo con un orden que ocultaba un maligno significado. De cada lado del bosque le llegaban ruidos singulares entre los cuales, una vez, dos veces, otra vez aún, percibió nítidamente susurros en una lengua desconocida.

Le dolía el cuello; al tocárselo, lo encontró terriblemente inchado, sabía que la cuerda lo había marcado con un círculo negro: tenía los ojos congestionados; no lograba cerrarlos. Tenía la lengua hinchada por la sed; sacándola entre los dientes y exponiéndola al aire fresco apaciguó su fiebre. Qué suave tapiz había extendido el césped a lo largo de aquella avenida virgen. Ya no sentía el suelo bajo los pies.

A despecho de sus sufrimientos, sin duda, se ha dormido mientras camina, porque ahora contempla otra escena -tal vez acaba de salir de una crisis delirante. Se encuentra ante la verja de su casa. Todo está como lo ha dejado, todo resplandece de belleza bajo el sol matinal. Ha debido de caminar la noche entera. Mientras abre la puerta de la verja y asciende por la gran avenida blanca, ve flotar ligeras vestiduras: su mujer, con el rostro fresco y dulce, baja de la galería y le sale al encuentro, deteniéndose al pie de la escalinata con una sonrisa de inefable júbilo, en una actitud de gracia y dignidad inigualables. ¡Ah, cómo es de hermosa! El se lanza en su dirección, los brazos abiertos. En el instante mismo que va a estrecharla contra su pecho, siente en la nuca un golpe que lo aturde. Una luz blanca y enceguecedora flamea a su alrededor con un ruido semejante al estampido del cañón -y después todo es tinieblas y silencio.

Peyton Frakuhar estaba muerto. Su cuerpo, con el cuello roto, se balanceaba suavemente de uno a otro extremo de las maderas del puente del Buho.


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La Ventana Tapiada
(The Boarded Window)

Ambrose Bierce
Traducido por: Dario Lavia.


En 1830, a solo unas pocas millas de donde hoy se levanta la gran ciudad de Cincinatti, estaba un inmenso e impenetrable bosque. La región entera fue poblada por gente de la frontera, incansables almas que lentamente fueron construyéndose hogares habitables fuera de la naturaleza salvaje y algún grado de prosperidad que hoy llamaríamos indigencia, pero abandonaron todo por algún misterioso impulso de sus naturalezas para encontrar nuevos peligros y privaciones en el oeste, en un esfuerzo por hallar las comodidades a las que habían renunciado voluntariamente.

Muchos de ellos habían tomado esta región como asentamiento, pero entre aquellos hubo uno que se contró entre quienes fueron los primeros en llegar. Él vivía solo en una cabaña rodeada por el bosque, de cuya lobreguez y silencio pareció ser parte, ya que nadie jamás le vio sonreir o hablar más que lo necesario. Sus simples necesidades fueron suplidas por la venta o el trueque de pieles de animales salvajes del río, pero no por cosas que él hizo sobre la tierra, que si hubiera sido necesario, podría haber reclamado como propias por derecho.

Hubo evidencias de algún trabajo, solo un par de acres de terreno a un lado de la casa, que en algún momento fue talado. El afán del hombre por la agricultura ardió con lánguida flama, expirando en penitenciales cenizas. La pequeña cabaña, con su chimenea de troncos, su techo de tejas arqueadas, atravesadas por maderos y sellados con barro, tenía una sola puerta y, opuesta a la misma, una sola ventana, que estaba tapiada. Nadie podía recordar un tiempo en que no lo estuviera, y nadie nunca supo el porque; ciertamente no por el desagrado del ocupante hacia la luz y el aire. En aquellas raras ocasiones en que un cazador había pasado por aquel solitario lugar, el recluso comunmente era visto tomando sol en la puerta, si es que el cielo le proveía con sus rayos. Yo creo que unas pocas personas quedan con vida que conocen el secreto de esta ventana, y soy uno de ellos, como ustedes podrán verlo.

El nombre del hombre era Murlock. Aparentaba setenta años, pero realmente tenía unos cincuenta. Su pelo y su larga barba eran blancas, y sus ojos, grises, como sin lustre, hundidos. Su rostro singular parecía tener algunos defectos. Su figura era alta y parca, y tenía los hombres un poco encorvados, como si estuviera cargando algo. Yo nunca lo vi, sino que supe todo esto a través del relato del abuelo, quien me contó la historia cuando era niño; él lo conoció cuando vivía cerca de allí, en aquellos años.

Un día Murlock fue hallado muerto en su cabaña. No hubo tiempo ni espacio para coronas ni obituario, y supongo que habrá fallecido de causas naturales. Solo sé que el cadáver fue enterrado cerca de la cabaña, al lado de la tumba de su esposa, quien lo precedió a él en muchos años, tantos que la tradición local no podía retener la crónica de su existencia. Esto cerró el capítulo final de su historia, excepto por la circunstancia de que muchos años después, en compañía de un espiritu igualmente intrépido, penetré en aquel lugar y me aventuré cerca de la derruida cabaña.

Pero hay un capítulo anterior, también suministrado por mi abuelo.

Cuando Murlock construyó su cabaña, era joven, fuerte y estaba muy esperanzado en el Este. Luego se casó, y, como era costumbre, su joven mujer le manifestó su honesta devoción y enfrentó los peligros y privaciones del marido con espíritu voluntarioso y corazón pleno de fervor. No quedó registro de su nombre; de sus encantos y persona, la tradición se calló y el especulador queda en libertad de disipar su duda; pero ¡Dios prohibe lo que voy a revelar!

Un día Murlock regresó de una cacería y encontró a su mujer postrada con fiebre y delirando. No había médico en millas, no había vecinos, tampoco ella estaba en condición de carecer de atención. Así que él ejerció también la tarea de atenderla y curarla. Al tercer día cayó inconciente y falleció, aparentemente sin jamás regresar a su sano juicio.

Por lo que yo sé de una naturaleza como la de él, podemos aventurar algunos detalles del perfil dibujado por mi abuelo. Cuando se convenció que ella estaba muerta, Murlock tuvo aún sentido como para recordar que la muerte debe ser seguida por el entierro. En preparativos para su sacra labor, cometió un error tras otro, haciendo algunas cosas de manera incorrecta y otras que había hecho correctamente, las volvió a hacer una y otra vez. Sus fallas ocasionales en llevar a término cosas simples y ordinarias lo llenaron de estupor como el de un borracho que se cuestiona por la suspensión de las leyes familiares naturales. También se sorprendió por no llorar - sorprendido y avergonzado -; seguro que no es bueno no llorar por los muertos. "Mañana", dijo en voz alta, "tengo que hacer el ataud y enterrarla, y entonces la echaré de menos, cuando no la vea más; pero ahora ella está muerta, por supuesto, pero está todo bien, de alguna manera debe ser así. Las cosas no pueden ser tan malas como aparentan".

Él permaneció sobre el cadáver por la noche, ajustando el cabello y dando los toques finales al simple toilet, haciéndolo de manera muy mecánica, con un cuidado casi desalmado, y con un sentido de convicción en su mente de que todo aquello estaba bien, como si la fuera a tener de nuevo consigo, y todo fuera explicado. Nunca había experimentado el dolor; su capacidad de sentirlo no había sido utilizada jamás, ni su corazón ni su mente podían concebirlo. No sabía lo que era un golpe bajo; este conocimiento vendría después y jamás se marcharía. El Dolor es un artista de poderes tan variados como los instrumentos con los que interpreta sus cantos fúnebres hacia los muertos, evocando desde las más agudas y finas notas hasta los acordes más graves y bajos que pulsan el lento y recurrente latido de un tambor distante. Algunos se asustan, otros se quedan pasmados. Para este viene como un flechazo certero, punzando toda la sensibilidad de una vida entusiasta; para el otro como el golpe de una maza, que aplasta todo e inmoviliza todo. Vamos a concebir que Murlock se vio afectado de esta manera, por (y aquí estamos en un campo de no mayor seguridad que la de la mera conjetura) que ni bien terminó su pía labor, se sentó en una silla a un lado de la mesa en la que yacía el cuerpo, y depositó sus brazos en el borde de la mesa, dejando caer su cara en ellos, sin lágrimas y en exceso cansado.

En ese momento provino desde la ventana abierta un sonido como de aullido de un chico perdido en las lejanías del oscuro bosque. Pero el hombre no se movió. De nuevo, y más cercano que antes, sonó el aullido sobrenatural. Quizás fuera una bestia salvaje; quizás un sueño. Pera Murlock estaba dormido.

Algunas horas después el desgraciado vigía se despertó y deslizó su cabeza de los brazos, intentando escuchar sin saber porque. Estaba en la negra oscuridad de la muerte, recordando sin ningún choque, afinó la vista para ver mejor. Todos sus sentidos estaban alertas, su respiración se suspendió, la sangre se le detuvo en las venas, como respaldando al silencio. ¿Quién o qué lo había despertado, y dónde estaba?

Súbitamente la mesa crujió bajo sus brazos, y al mismo tiempo escuchó, o supuso escuchar, un suave paso, como si fuera de un pie desnudo, en el piso de madera. Estaba aterrorizado, más allá de poder gritar o moverse. Necesariamente esperó, esperó en la oscuridad, a lo largo de aparentes siglos de tal espanto. Trató vanamente de pronunciar el nombre de la mujer muerta, también en vano su mano se estiró y palpó la mesa, para ver si aún estaba allí el cuerpo. Su garganta estaba atenazada y sus brazos y manos eran como plomo. Entonces ocurrió lo más espeluznante. Un cuerpo pesado pareció ser arrojado violentamente contra la mesa, con un ímpetu que lo empujó contra su pecho tan fuertemente como para tumbarlo. Al mismo tiempo oyó y sintió el impacto de algo sobre el piso, algo que chocó con tanta violencia que la casa entera se conmovió por el impacto. Luego aconteció algo confuso, una sucesión de sonidos imposibles de describir. Murlock se levantó. El miedo excesivo pasó a tomar control sobre sus facultades. Pasó su mano sobre la mesa. ¡No había nada ahí!

Hay un punto en que el terror puede conducir a la locura, y la locura incita a la acción. Sin ninguna intención definida, sin ningún motivo, pero con el obstinado impulso de un loco, Murlock pegó un brinco hacia la pared, donde estaba su arma cargada, y sin ningún tipo de dubitación, la descargó. Con el relámpago que iluminó la estancia, vio una enorme pantera arrastrando el cadáver de su mujer a través de la ventana, con su mandíbula asiendo fuertemente el cuerpo a través de la garganta.

Luego fue la oscuridad más negra que antes y el silencio; y cuando regresó el sol y su conciencia volvió, los pájaros cantaban en los árboles. El cuerpo quedó cerca de la ventana, donde la bestia lo dejó antes de partir asustada por el fogonazo del rifle. Las ropas estaban despedazadas, el largo cabello desordenado, las piernas quedaron desparramadas. Desde la garganta, horriblemente lascerada, había un manchón sanguinolento que todavía no había coagulado. La cinta con la que había vendado las muñecas estaba rota; las manos fuertemente crispadas. Entre los dientes tenía un fragmento de la oreja del animal.


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Muerto en Resaca
(Killed at Resaca-1891)

Ambrose Bierce (de Cuentos de Soldados y Civiles)


El mejor soldado de nuestro estado mayor era el teniente Herman Brayle, uno de los edecanes. No recuerdo de dónde le sacó el general, creo que de algún regimiento de Ohio. Ninguno de nosotros le conocía, pero eso no era extraño, pues no había ni dos de nosotros que hubiéramos venido del mismo estado, y ni siquiera de estados contiguos. El general parecía pensar que había que reflexionar muy cuidadosamente a la hora de conceder la distinción de un puesto en su estado mayor, para no ocasionar celos regionales que pusieran en peligro la integridad de aquella par-te de la Nación que todavía seguía unida. No elegía oficiales de su propio mando y hacía malabarismos en los servicios del cuartel general para obtenerlos de otras brigadas. En estas circunstancias, los servicios de un hombre tenían que ser, en verdad, muy relevantes, para que se atendiera al ámbito de su familia y de sus amigos de juventud. De todos modos, la «voz de la trompeta de la fama» había enronquecido un poco por exceso de locuacidad.

El teniente Brayle medía más de metro noventa de altura y poseía una espléndida constitución. Tenía el cabello claro y los ojos azul grisáceos que en los hombres de su talla suelen asociarse a un valor y entereza de primera magnitud. Solía vestir el uniforme completo, especialmente en acción, mientras la mayoría de los oficiales se contentaba con lucir un atuendo menos rimbombante, por lo cual su figura resultaba llamativa e impresionante. Como todo el resto, tenía las maneras de un caballero, una mente cultivada y un corazón de león. Tenía alrededor de treinta años.

Pronto todos empezamos a sentir por Brayle tanto simpatía como admiración, y con sincero disgusto observamos, durante la batalla de Stone's River -nuestro primer combate desde que él se unió a nosotros-, que poseía uno de los defectos más criticables e indignos de un militar: se envanecía de su valentía. En el transcurso de las vicisitudes y alternancias de aquel odioso enfrentamiento, tanto cuando nuestras tropas se batían en los campos abiertos de algodón, o en los bosques de cedros, como cuando lo hacían detrás del terraplén del ferrocarril, él no se puso ni una vez a cubierto, hasta que se lo ordenó expresamente el general, que normalmente tenía otras cosas en qué pensar que en las vidas de los oficiales de su estado mayor, o en la de sus hombres, por el mismo motivo.

En los combates siguientes, mientras Brayle estaba con nosotros, ocurrió lo mismo. Permanecía sentado en su caballo como una estatua ecuestre, entre una tormenta de balas y metralla, en los puntos más expuestos, dondequiera que su deber, requiriéndole acudir, le permitiera permanecer. Sin embargo, sin ningún problema y en beneficio de su reputación de hombre con, sensatez, hubiera podido situarse a resguardo, en la medida de lo posible, en esos breves momentos de inacción personal que se dan en una batalla.

Su comportamiento era el mismo cuando andaba pie, por necesidad o por deferencia a su comandante y á sus compañeros apeados. Se erguía como una roca en campo descubierto, cuando oficiales y soldados se ponían a cubierto. Mientras hombres de más edad y más años de servicio, con más alto rango y con incuestionable coraje, preservaban sensatamente, tras alguna colina, sus vidas, infinitamente valiosas para el servicio del país, aquel hombre se colocaba en la cima de la colina, igualmente ocioso en aquel momento que sus compañeros, pero dando la cara en la dirección del fuego más nutrido.

Cuando los combates se desarrollan en campo abierto, a menudo sucede que los soldados confrontados, que se enfrentan entre ellos durante horas a la simple distancia de una pedrada, se aprietan contra la tierra como si estuvieran enamorados de ella. Los mismos oficiales, en los puestos asignados, se aplastan contra el suelo, y los oficiales superiores, cuando han matado a sus caballos o los han enviado a la retaguardia, se agazapan evitando la bóveda infernal de silbidos de plomo y aullidos de acero, sin pensar en su dignidad.

En tales circunstancias, la vida de un oficial del estado mayor de brigada no es, evidentemente, «una vida feliz»; tanto por su precaria duración como por los nerviosos cambios emocionales a que está expuesto. De una posición de relativa seguridad -de la que un civil, sin embargo, consideraría que sólo puede salvarse «de milagro»- puede ser enviado a transmitir una orden al coronel de algún regimiento situado en el frente de combate; una persona poco visible en ese momento y dificil de encontrar sin una intensa búsqueda entre hombres preocupados por otras cosas, en una madriguera en que tanto preguntas como respuestas se realizan por señales. En esos casos, se acostumbra a bajar la cabeza y a escabullirse galopando a toda prisa, pues el mensajero se ha convertido en un objeto de extraordinario interés para miles de maravillados tiradores. A la vuelta... bueno, no suele haber vuelta.

La actuación de Brayle era muy distinta. Confiaba su caballo al cuidado de su asistente -amaba mucho a su caballo- y se encaminaba muy tranquilo a cumplir su peligroso mandato, sin volverse nunca, fascinando las miradas de todos con su espléndida figura realzada por el uniforme. Le observábamos conteniendo la respiración y con el corazón en la boca. En una de estas ocasiones, un compañero de nuestras filas se emocionó tanto que me grito:

-Te a-apuesto d-dos d-dólares a que lo m-matan antes de que llegue a-al f-foso.

No acepté la brutal apuesta, porque yo también estaba seguro de que lo matarían.

Pero permítanme hacer justicia a la memoria de un hombre valiente. De todas las veces que exponía inútilmente su vida, no hacía después la menor baladronada ni el subsiguiente relato de sus hazañas. En las poca, ocasiones en que alguno de nosotros se había aventura, do a reprenderle, Brayle había sonreído amablemente y había dado una respuesta cortés pero firme, que no alentaba a proseguir con el tema. Un día le habló al capitán:

-Capitán, si alguna vez sufro un percance por olvidar sus consejos, espero que su querida voz me reconforte en mis últimos momentos murmurándome al oído las benditas palabras: «Ya se lo dije ... ».

Nos reímos del capitán, sin que hubiéramos sabido explicar por qué. Cuando aquella tarde le dispararon, hasta casi hacerle pedazos en una emboscada, Brayle permaneció junto a su cuerpo mucho tiempo, colocan do bien sus miembros con extrema delicadeza... ¡allí, en medio de un camino barrido por ráfagas de metralla Y botes de humo! Es fácil censurar este tipo de cosas y no muy difícil abstenerse de imitarlas, pero es imposible no respetarlas. Y Brayle no era menos apreciado por aquella debilidad, que se expresaba de modo tan heroico. Deseábamos que no hiciera locuras, pero perseveró en su actitud hasta el final, resultando a veces gravemente herido, pero retornando siempre al cumplimiento de su deber, cuando estaba repuesto.

Por supuesto, al fin le llegó el momento. Aquel que ignora la ley de las probabilidades desafía a un adversario invencible. Fue en Resaca, en Georgia, durante el transcurso de una maniobra que resultó en la toma de Atlanta. Enfrente de nuestra brigada, las trincheras enemigas se extendían por campos abiertos a lo largo de la suave cima de una colina. Estábamos muy próximos a ellas, en el sotobosque, en cada extremo de este campo abierto, pero no albergábamos esperanzas de ocupar aquel claro hasta la noche, en que la oscuridad nos permitiría abrirnos camino como topos y surgir de las madrigueras. Nuestra línea se encontraba en el límite del bosque, a medio kilómetro del enemigo. Más o menos formábamos una especie de semicírculo en el que la línea enemiga quedaba como la cuerda del arco.

-Teniente, vaya a decir al coronel Ward que se acerque tanto como pueda, manteniéndose a cubierto, y que no malgaste munición en disparos innecesarios. Puede usted dejar su caballo.

Cuando el general impartió esta orden, nos encontrábamos en el margen del bosque, en el extremo derecho de aquel arco. El coronel Ward se hallaba en el extremo izquierdo. La sugerencia, hecha por el general, de dejar el caballo, significaba, obviamente, que Brayle debía tomar el camino más largo, a través del bosque y por en medio de los hombres. En realidad, era una sugerencia innecesaria. Ir por el camino más corto suponía fracasar con toda seguridad en la entrega del mensaje. Antes de que nadie hubiera podido interponerse, Brayle cabalgaba a medio galope por el campo abierto y de las trincheras enemigas surgía un fuego crepitante.

-¡Paren a ese maldito loco! -aulló el general.

Un soldado raso de la escolta, con más ambición que cerebro, espoleó al caballo hacia delante para obedecer, y en diez metros él y su caballo quedaron muertos en el campo del honor.

Brayle estaba ya fuera del alcance de las llamadas. Galopaba tranquilamente, en paralelo al enemigo, a menos de doscientos metros de distancia. ¡Parecía un cuadro admirable! El sombrero había volado o saltado de un disparo de su cabeza y su largo cabello rubio subía y bajaba en el aire con el movimiento del caballo. Se sentaba muy erguido en la montura, sujetando suavemente las riendas con la mano izquierda, y con la derecha colgando indolentemente a un lado. Una rápida mirada a su hermoso perfil cuando volvía la cabeza a uno u otro lado demostraba que el interés con que tomaba lo que estaba sucediendo era verdadero y sin ninguna afectación.

El espectáculo era intensamente dramático, pero en modo alguno teatral. Sucesivas hileras de rifles escupían fuego sobre él mientras avanzaba y pronto nuestra línea, en el linde del bosque, se rompió en una visible y' sonora defensa. Sin más preocupación por sí mismos ni por las órdenes recibidas, nuestros compañeros se pusieron en pie de un salto y se precipitaron al campo abierto lanzando láminas de balas hacia la chispeante cima de las fortificaciones enemigas, que respondieron abriendo un bestial fuego sobre los grupos desprotegidos, con efectos mortales. La artillería de las dos partes se unió a la batalla, puntuando el crepitar y el clamor con explosiones sordas que hacían temblar la tierra, Y rasgando el aire con ensordecedoras tormentas de me-tralla. Desde el lado enemigo la metralla astillaba los árboles y los salpicaba de sangre; desde nuestro lado, ensuciaba el humo de sus armas con nubes de polvo que se levantaba de sus trincheras.

El combate general había concentrado mi atención por un momento, pero después, mirando hacia abajo, al camino despejado que quedaba entre aquellas dos nubes de tormenta, vi a Brayle, la causa de aquella carnicería. Invisible ahora para los dos bandos, condenado por igual por amigos y adversarios, estaba de pie en medio de aquel espacio barrido de disparos, con la cara vuelta al enemigo. A pocos metros, su caballo yacía en el suelo. Al instante vi lo que le había detenido.

Como ingeniero topógrafo que yo era, a primeras horas del día había hecho un apresurado reconocimiento del terreno y en ese momento recordé que en aquel punto había un profundo y sinuoso barranco, que atravesaba el campo por el medio hasta las líneas enemigas con las que se unía al final en ángulo recto. Desde la posición donde nos encontrábamos no podía verse y Brayle, evidentemente , desconocía su existencia. Sin duda, era infranqueable. Sus ángulos salientes le hubieran proporcionado una completa seguridad si se hubiera contentado con el milagro que, sin duda, se había producido ya en su favor, y hubiera saltado dentro. No podía avanzar y no podía retroceder. Estaba de pie, aguardando la muerte. No le hizo esperar mucho.

Por una misteriosa coincidencia, casi en el mismo instante en que cayó cesó el fuego. Unos pocos disparos aislados, a largos intervalos, acentuaron más el silencio, en lugar de romperlo. Era como si los dos bandos se hubieran arrepentido súbitamente de su inútil crimen. Poco después, cuatro de nuestros camilleros, seguidos por un sargento con bandera blanca, avanzaron sin ser rnolestados por el campo y se dirigieron directamente hacia el cuerpo de Brayle. Varios oficiales y soldados confederados salieron a su encuentro y, descubriéndose, los ayudaron a levantar su sagrada carga. Mientras lo traían a nuestras filas, oímos tras las trincheras enemigas el sonido apagado de los pífanos y los tambores... una marcha fúnebre. Un enemigo generoso honraba a un valiente caído.

Entre los efectos personales del muerto estaba una desgastada cartera de cuero de Rusia. Me tocó a mí en la distribución de los recuerdos de nuestro amigo, que hizo el general, en calidad de administrador.

Un año después del final de la guerra, en mi vuelta a California, la abrí y la inspeccioné sin mucha atención. De un compartimento que había pasado por alto cayó una carta sin sobre ni dirección. Estaba escrita con letra de mujer y empezaba con unas palabras de cariño, pero sin encabezamiento. Estaba fechada en: «San Francisco, Cal., 9 de julio de 1862». La firma era: «Ouerida», entre comillas. De manera casual, la autora de la carta daba su nombre y apellidos en medio del texto: Marian Mendenhall.

La carta mostraba indicios de cultura y educación en su autora, pero era una carta de amor corriente, si es que una carta de amor puede ser corriente. No había en ella nada interesante, a excepción de un párrafo:

«El señor Winters (a quien aborreceré siempre por ello) ha ido contando que en una batalla en Virginia, durante la cual fue herido, te vio agazapado detrás de un árbol. Estoy segura de que quiere despreciarte ante mis ojos, como sabe que ocurriría si creyera tal historia. Podría soportar recibir la noticia de la muerte de mi amante soldado, pero no la de su cobardía. »

Aquéllas eran las palabras que aquella tarde soleada, en una lejana región, habían matado a un centenar de hombres. ¿La mujer no tiene fuerza?

Un día, por la tarde, telefoneé a la señorita Mendenhall para quedar con ella y devolverle su carta. Tenía la intención, también, de contarle lo que ella había provocado, aunque sin decirle que había sido la causa. La encontré en una bonita casa de Rincon Hill. Era hermosa y bien educada, en una palabra, encantadora.

-Usted conocía al teniente Herman Brayle, ¿no es así? -empecé, de una manera algo brusca-. Sin duda sabe que desgraciadamente cayó en batalla. Entre sus efectos se encontró esta carta, remitida por usted. Mi misión al venir aquí es entregársela personalmente.

Tomó maquinalmente la carta, la miró por encima y se ruborizó. Luego, mirándome con una sonrisa, dijo:

-Es muy amable por su parte, aunque estoy segura de que no merecía la pena que se molestara.

De pronto se sobresaltó y cambió de color.

-Esta mancha... -dijo-, es... seguramente, no será...

-Señorita -dije yo-, discúlpeme, pero sí, es la sangre del corazón más fiel y más valeroso que ha palpitado jamás.

Entonces tiró apresuradamente la carta a los ardientes carbones de la chimenea.

-¡Oh! No puedo soportar la visión de la sangre -exclamó-. ¿Cómo murió?

Me había levantado instintivamente para rescatar aquel pedazo de papel, sagrado hasta para mí, y estaba de pie detrás de ella. Cuando hizo la pregunta volvió la cara ligeramente. La luz de la carta ardiendo se reflejó en sus ojos y le tintó una mejilla con un color carmesí igual que el rojo de la mancha del papel. Jamás había visto nada tan hermoso como aquella odiosa criatura.

-Le mordió una serpiente -respondí.

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Una Noche de Verano
(One Summer Night - 1906)

Ambrose Bierce


El hecho de que Henry Armstrong estuviera enterrado no era un motivo suficientemente convincente como para demostrarle que estaba muerto: siempre había sido un hombre difícil de persuadir. El testimonio de sus sentidos le obligaba a admitir que estaba realmente enterrado. Su posición - tendido boca arriba con las manos cruzadas sobre su estómago y atadas que rompió fácilmente sin que se alterase la situación -, el estricto confinamiento de toda su persona, la negra oscuridad y el profundo silencio, constituían una evidencia imposible de contradecir y Armstrong lo aceptó sin perderse en cavilaciones.

Pero, muerto... no. Sólo estaba enfermo, muy enfermo, aunque, con la apatía del inválido, no se preocupó demasiado por la extraña suerte que le había correspondido. No era un filósofo, sino simplemente una persona vulgar, dotada en aquel momento de una patológica indiferencia; el órgano que le había dado ocasión de inquietarse estaba ahora aletargado. De modo que sin ninguna aprensión por lo que se refiriera a su futuro inmediato, se quedó dormido y todo fue paz para Henry Armstrong.

Pero algo todavía se movía en la superficie. Era aquella una oscura noche de verano, rasgada por frecuentes relámpagos que iluminaban unas nubes, las cuales avanzaban por el este preñadas de tormenta. Aquellos breves y relampagueantes fulgores proyectaban una fantasmal claridad sobre los monumentos y lápidas del camposanto. No era una noche propicia para que una persona normal anduviera vagabundeando alrededor de un cementerio, de modo que los tres hombres que estaban allí, cavando en la tumba de Henry Armstrong, se sentían razonablemente seguros.

Dos de ellos eran jóvenes estudiantes de una Facultad de Medicina que se hallaba a unas millas de distancia; el tercero eera un gigantesco negro llamado Jess. Desde hacía muchos años Jess estaba empleado en el cementerio en calidad de sepulturero, y su chanza favorita era la de que "conocía todas las ánimas del lugar". Por la naturaleza de lo que ahora estaba haciendo, podía inferirse que el lugar no estaba tan poblado como su libro de registro podía hacer suponer.

Al otro lado del muro, apartados de la carretera, podían verse un caballo y un carruaje ligero, esperando.

El trabajo de excavación no resultaba difícil; la tierra con la cual había sido rellenada la tumba unas horas antes ofrecía poca resistencia, y no tardó en quedarse amontonada a uno de los lados de la fosa. El levantar la tapadera del ataúd requirió más esfuerzo, pero Jess era práctico en la tarea y terminó por colocar cuidadosamente la tapadera sobre el montón de tierra, dejando al descubierto el cadáver, ataviado con pantalones negros y camisa blanca.

En aquel preciso instante, un relámpago zigzagueó en el aire, desgarrando la oscuridad, y casi inmediatamente estalló un fragoroso trueno. Arrancado de su sueño, Henry Armstrong incorporó tranquilamente la mitad superior de su cuerpo hasta quedar sentado.

Profiriendo gritos inarticulados, los hombres huyeron, poseídos por el terror, cada uno de ellos en una dirección distinta. Dos de los fugitivos no hubieran regresado por nada del mundo. Pero Jess estaba hecho de otra pasta.

Con las primeras luces del amanecer, los dos estudiantes, pálidos de ansiedad y con el terror de su aventura latiendo aún tumultuosamente en su sangre, llegaron a la Facultad.

- ¿Lo has visto? - exclamó uno de ellos.

- ¡Dios! Sí... ¿Qué vamos a hacer?

Se encaminaron a la parte de atrás del edificio, donde vieron un carruaje ligero con un caballo uncido y atado por el ronzar a una verja, cerca de la sala de disección. Maquinalmente, los dos jóvenes entraron en la sala. Sentado en un banco, a oscuras, vieron al negro Jess. El negro se puso de pie, sonriendo, todo ojos y dientes.

- Estoy esperando mi paga - dijo.

Desnudo sobre una larga mesa, yacía el cadáver de Henry Armstrong. Tenía la cabeza manchada de sangre y arcilla por haber recibido un golpe de azada.

FIN

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El Engendro Maldito
(The Damned Thing-1893)

Ambrose Bierce (de ¿Puede Ocurrir Esto?)


I

No siempre se come lo que está sobre la mesa

A la luz de una vela de sebo colocada en un extremo de una rústica mesa, un hombre leía algo escrito en un libro. Era un viejo libro de cuentas muy usado, y al parecer su escritura no era demasiado legible porque a veces el hombre acercaba el libro a la vela para ver mejor. En esos momentos la mitad de la habitación quedaba en sombra y sólo era posible entrever unos rostros borrosos, los de los ocho hombres que estaban con el lector. Siete de ellos se hallaban sentados, inmóviles y en silencio, junto a las paredes de troncos rugosos y, dada la pequeñez del cuarto, a corta distancia de la mesa. De haber extendido un brazo, cualquiera de ellos habría rozado al octavo hombre, tendido boca arriba sobre la mesa, que con los brazos pegados a los costados estaba parcialmente cubierto con una sábana. Era un muerto.

El hombre del libro leía en voz baja. Salvo el cadáver todos parecían esperar que ocurriera algo. Una serie de extraños ruidos de desolación nocturna penetraba por la abertura que hacía de ventana: el largo aullido innombrable de un coyote lejano; la incesante vibración de los insectos en los árboles; los gritos extraños de las aves nocturnas, tan diferentes del canto de los pájaros durante el día; el zumbido de los grandes escarabajos que vuelan desordenadamente, y todo ese coro indescifrable de leves sonidos que, cuando de golpe se interrumpe, creemos haber escuchado sólo a medias, con la sospecha de haber sido indiscretos. Pero nada de esto era advertido en aquella reunión; sus miembros, según se apreciaba en sus rostros hoscos con aquella débil luz, no parecían muy partidarios de fijar la atención en cosas superfluas. Sin duda alguna eran hombres de los contornos, granjeros y leñadores.

El que leía era un poco diferente; tenía algo de hombre de mundo, sagaz, aunque su indumentaria revelaba una cierta relación con los demás. Su ropa apenas habría resultado aceptable en San Francisco; su calzado no era el típico de la ciudad, y el sombrero que había en el suelo a su lado (era el único que no lo llevaba puesto) no podía ser considerado un adorno personal sin perder todo su sentido. Tenía un semblante agradable, aunque mostraba una cierta severidad aceptada y cuidada en función de su cargo. Era el juez, y como tal se hallaba en posesión del libro que había sido encontrado entre los efectos personales del muerto, en la misma cabaña en que se desarrollaba la investigación.

Cuando terminó su lectura se lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. En ese instante la puerta se abrió y entró un joven. Se apreciaba claramente que no había nacido ni se había educado en la montaña: iba vestido como la gente de la ciudad. Su ropa, sin embargo, estaba llena de polvo, ya que había galopado mucho para asistir a aquella reunión.

Sólo el juez le hizo un breve saludo.

-Le esperábamos -dijo-. Es necesario acabar con este asunto esta misma noche.

-Lamento haberles hecho esperar -dijo el joven, sonriendo-. Me marché, no para eludir su citación, sino para enviar a mi periódico un relato de los hechos como el que supongo quiere usted oír de mí.

El juez sonrió.

-Ese relato tal vez difiera del que va a hacernos aquí bajo juramento.

-Como usted guste -replicó el joven enrojeciendo con vehemencia-. Aquí tengo una copia de la información que envié a mi periódico. No se trata de una crónica, que resultaría increíble, sino de una especie de cuento. Quisiera que formara parte de mi testimonio.

-Pero usted dice que es increíble.

-Eso no es asunto suyo, señor juez, si yo juro que es cierto.

El juez permaneció en silencio durante un rato, con la cabeza inclinada. El resto de los asistentes charlaba en voz baja sin apartar la mirada del rostro del cadáver. Al cabo de unos instantes el juez alzó la vista y dijo:

-Continuemos con la investigación.

Los hombres se quitaron los sombreros y el joven prestó juramento.

-¿Cuál es su nombre? -le preguntó el juez.

-William Harker.

-¿Edad?

-Veintisiete años.

-¿Conocía usted al difunto Hugh Morgan?

-Sí.

-¿Estaba usted con él cuando murió?

-Sí, muy cerca.

-Y ¿cómo se explica...? su presencia, quiero decir.

-Había venido a visitarle para ir a cazar y a pescar. Además, también quería estudiar su tipo de vida, tan extraña y solitaria. Parecía un buen modelo para un personaje de novela. A veces escribo cuentos.

-Y yo a veces los leo.

-Gracias.

-Cuentos en general, no me refería sólo a los suyos.

Algunos de los presentes se echaron a reír.

En un ambiente sombrío el humor se aprecia mejor. Los soldados ríen con facilidad en los intervalos de la batalla, y un chiste en la capilla mortuoria, sorprendentemente, suele hacernos reír.

-Cuéntenos las circunstancias de la muerte de este hombre -dijo el juez-. Puede utilizar todas las notas o apuntes que desee.

El joven comprendió. Sacó un manuscrito del bolsillo de su chaqueta y, tras acercarlo a la vela, pasó las páginas hasta encontrar el pasaje que buscaba. Entonces empezó a leer.

II

Lo que puede ocurrir en un campo de avena silvestre

...apenas había amanecido cuando abandonamos la casa. Íbamos en busca de codornices, cada uno con su escopeta, y nos acompañaba un perro. Morgan dijo que la mejor zona estaba detrás de un cerro, que señaló, y que cruzamos por un sendero rodeado de arbustos. Al otro lado el terreno era bastante llano y estaba cubierto espesamente de avena silvestre. Cuando salimos de la maleza Morgan iba unas cuantas yardas por delante de mí. De repente oímos, muy cerca, a nuestra derecha y también enfrente, el ruido de un animal que se revolvía con violencia entre unas matas.

» -Es un ciervo -dije-. Ojalá hubiéramos traído un rifle.

» Morgan, que se había parado a examinar los arbustos, no dijo nada, pero había cargado los dos cañones de su escopeta y se disponía a disparar. Parecía algo excitado, y esto me sorprendió, pues era célebre por su sangre fría, incluso en momentos de súbito e inminente peligro.

» -Venga -dije-. No esperarás acabar con un ciervo a base de perdigones, ¿verdad?

» No contestó, pero cuando se volvió hacia mí vi su rostro y quedé impresionado por su expresión tensa. Comprendí que algo serio ocurría, y lo primero que pensé fue que nos habíamos topado con un oso. Colgué mi escopeta y avancé hasta donde estaba Morgan.

» Los arbustos ya no se movían y el ruido había cesado, pero mi amigo observaba el lugar con la misma atención.

» -Pero ¿qué pasa? ¿Qué diablos es? -le pregunté.

» -¡Ese maldito engendro! -contestó sin volverse. Su voz sonaba ronca y extraña. Estaba temblando.

» Iba a decir algo cuando vi que la avena que había en torno al lugar se movía de un modo inexplicable. No sé cómo describirlo. Era como si, empujada por una ráfaga de viento, no sólo se cimbreara sino que se tronchaba y no volvía a enderezarse; y aquel movimiento se acercaba lentamente hacia nosotros.

» Aunque no recuerdo haber pasado miedo, nada antes me había afectado de un modo tan extraño como aquel fenómeno insólito e inenarrable. Recuerdo -y lo saco a colación porque me vino entonces a la memoria- que una vez, al mirar distraídamente por una ventana, confundí un cercano arbolito con otro de un grupo de árboles, mucho más grandes, que estaban más lejos. Parecía del mismo tamaño que éstos, pero al estar más claro y marcadamente definido en sus detalles, no armonizaba con el resto. Fue un simple error de perspectiva, pero me sobresaltó y llegó incluso a aterrorizarme. Confiamos tanto en el buen funcionamiento de las leyes naturales que su suspensión aparente nos parece una amenaza para nuestra seguridad, un aviso de alguna calamidad inconcebible. Del mismo modo, aquel movimiento de la maleza, al parecer sin causa, y su aproximación lenta e inexorable resultaban inquietantes. Mi compañero estaba realmente asustado; apenas pude dar crédito a mis ojos cuando le vi arrimarse la escopeta al hombro y vaciar los dos cañones contra el cereal en movimiento. Antes de que el humo de la descarga hubiera desaparecido oí un grito feroz -un alarido como el de una bestia salvaje-, y vi que Morgan tiraba su escopeta y desaparecía a todo correr de aquel lugar. En ese mismo instante fui arrojado al suelo por el impacto de algo que ocultaba el humo: una sustancia blanda y pesada que me embistió con gran fuerza.

» Cuando me puse en pie y recuperé mi escopeta, que me había sido arrebatada de las manos, oí a Morgan gritar como si agonizara. A sus gritos se unían aullidos feroces, como cuando dos perros luchan entre sí. Completamente aterrorizado, me incorporé con gran dificultad y dirigí la vista hacia el lugar por el que mi amigo había desaparecido. ¡Que Dios me libre de otro espectáculo como aquél! Morgan estaba a unas treinta yardas: tenía una rodilla en tierra, la cabeza, con su largo cabello revuelto, descoyuntada espantosamente hacia atrás, y era presa de unas convulsiones que zarandeaban todo su cuerpo. Su brazo derecho estaba levantado y, por lo que pude ver, había perdido la mano. Al menos yo no la veía. El otro brazo había desaparecido. A veces, tal como ahora recuerdo aquella escena extraordinaria, no podía distinguir más que una parte de su cuerpo; era como si hubiera sido parcialmente borrado (ya sé, es extraño, pero no sé expresarlo de otra forma) y al cambiar de posición volviera a apreciarse de nuevo en su totalidad.

» Debió de ocurrir todo en unos pocos segundos, durante los cuales Morgan adoptó todas las posturas posibles del obstinado luchador que es derrotado por un peso y una fuerza superiores. Yo sólo le veía a él y no siempre con claridad. Durante el incidente soltaba gritos y profería maldiciones acompañadas de unos rugidos furiosos como nunca antes había oído salir de la garganta de un hombre o de una bestia.

» Permanecí en pie por un momento sin saber qué hacer, hasta que decidí tirar la escopeta y correr en ayuda de mi amigo. Creí que estaba sufriendo un ataque o una especie de colapso. Antes de llegar a su lado, le vi caer y quedar inerte. Los ruidos habían cesado, pero volví a ver, con un sentimiento de terror como jamás había experimentado, el misterioso movimiento de la avena que se extendía desde la zona pisoteada en torno al cuerpo de Morgan hacia los límites del bosque. Sólo cuando hubo alcanzado los primeros árboles, aparté la vista de aquel insólito fenómeno y miré a mi compañero. Estaba muerto.»

III

Un hombre, aunque esté desnudo, puede estar
hecho jirones

El juez se levantó y se acercó al muerto. Tiró de un extremo de la sábana y dejó el cuerpo al descubierto. Estaba desnudo y, a la luz de la vela, mostraba un color amarillento. Presentaba unos grandes hematomas de un azul oscuro, causados sin duda alguna por las contusiones, y parecía que le habían golpeado en el pecho y los costados con un garrote. Había unas horribles heridas y tenía la piel desgarrada, hecha jirones.

El juez llegó hasta el extremo de la mesa y desató el nudo que sujetaba un pañuelo de seda por debajo de la barbilla hasta la parte superior de la cabeza. Al retirarlo vimos lo que tenía en la garganta. Los miembros del jurado que se habían levantado para ver mejor lamentaron su curiosidad y volvieron la cabeza. El joven Harker fue hacia la ventana abierta y se inclinó sobre el alféizar, a punto de vomitar. Después de cubrir de nuevo la garganta del muerto, el juez se dirigió a un rincón de la habitación en el que había un montón de prendas. Empezó a coger una por una y a examinarlas mientras las sostenía en alto. Estaban destrozadas y rígidas por la sangre seca. El resto de los presentes prefirió no hacer un examen más exhaustivo. A decir verdad, ya habían visto este tipo de cosas con anterioridad. Lo único que les resultaba nuevo era el testimonio de Harker.

-Señores -dijo el juez-, éstas son todas las pruebas que tenemos. Ya saben su cometido; si no tienen nada que preguntar, pueden salir a deliberar.

El presidente del jurado, un hombre de unos sesenta años, alto, con barba y toscamente vestido, se levantó y dijo:

-Quisiera hacer una pregunta, señor. ¿De qué manicomio se ha escapado este último testigo?

-Señor Harker -dijo el juez con tono grave y tranquilo-; ¿de qué manicomio se ha escapado usted?

Harker enrojeció de nuevo, pero no contestó, y los siete individuos se levantaron y abandonaron solemnemente la cabaña uno tras otro.

-Si ha terminado ya de insultarme, señor -dijo Harker tan pronto como se quedó a solas con el juez-, supongo que puedo marcharme, ¿no es así?

-En efecto.

Harker avanzó hacia la puerta y se detuvo con la mano en el picaporte. Su sentido profesional era más fuerte que su amor propio. Se volvió y dijo:

-Ese libro que tiene ahí es el diario de Morgan, ¿verdad? Debe de ser muy interesante, porque mientras prestaba mi testimonio no dejaba de leerlo. ¿Puedo verlo? Al público le gustaría...

-Este libro tiene poco que añadir a nuestro asunto -contestó el juez mientras se lo guardaba-; todas las anotaciones son anteriores a la muerte de su autor.

Al salir Harker, el jurado volvió a entrar y permaneció en pie en torno a la mesa en la que el cadáver, cubierto de nuevo, se perfilaba claramente bajo la sábana. El presidente se sentó cerca de la vela, sacó del bolsillo lápiz y papel y redactó laboriosamente el siguiente veredicto, que fue firmado, con más o menos esfuerzo, por el resto:

-Nosotros, el jurado, consideramos que el difunto encontró la muerte al ser atacado por un puma, aunque alguno cree que sufrió un colapso.

IV

Una explicación desde la tumba

En el diario del difunto Hugh Morgan hay ciertos apuntes interesantes que pueden tener valor científico. En la investigación que se desarrolló junto a su cuerpo el libro no fue citado como prueba porque el juez consideró que podría haber confundido a los miembros del jurado. La fecha del primero de los apuntes mencionados no puede apreciarse con claridad por estar rota la parte superior de la hoja correspondiente; el resto expone lo siguiente:

«...corría describiendo un semicírculo, con la cabeza vuelta hacia el centro, y de pronto se detenía y ladraba furiosamente. Al final echó a correr hacia el bosque a gran velocidad. En un principio pensé que se había vuelto loco, pero al volver a casa no encontré otro cambio en su conducta que no fuera el lógico del miedo al castigo.»

«, Puede un perro ver con la nariz? ¿Es que los olores impresionan algún centro cerebral con imágenes de las cosas que los producen?»

«2 sept. Anoche, mientras miraba las estrellas en lo alto del cerco que hay al este de la casa, vi cómo desaparecían sucesivamente, de izquierda a derecha. Se apagaban una a una por un instante, y en ocasiones unas pocas a la vez, pero todas las que estaban a un grado o dos por encima del cerco se eclipsaban totalmente. Fue como si algo se interpusiera entre ellas y yo, pero no conseguí verlo, pues las estrellas no emitían suficiente luz para delimitar su contorno. ¡Uf! Esto no me gusta nada...»

Faltan tres hojas con los apuntes correspondientes a varias semanas.

«27 sept. Ha estado por aquí de nuevo. Todos los días encuentro pruebas de su presencia. Me he pasado la noche otra vez vigilando en el mismo puesto, con la escopeta cargada. Por la mañana sus huellas, aún frescas, estaban allí, como siempre. Podría jurar que no me quedé dormido ni un momento... en realidad apenas duermo. ¡Es terrible, insoportable! Si todas estas asombrosas experiencias son reales, me voy a volver loco; y si son pura imaginación, es que ya lo estoy.»

«3 oct. No me iré, no me echará de aquí. Ésta es mi casa, mi tierra. Dios aborrece a los cobardes...»

«5 oct. No puedo soportarlo más. He invitado a Harker a pasar unas semanas. Él tiene la cabeza en su sitio. Por su actitud podré juzgar si me cree loco.»

«7 oct. Ya encontré la solución al misterio. Anoche la descubrí de repente, como por revelación. ¡Qué simple, qué horriblemente simple!»

«Hay sonidos que no podemos oír. A ambos extremos de la escala hay notas que no hacen vibrar ese instrumento imperfecto que es el oído humano. Son muy agudas o muy graves. He visto cómo una bandada de mirlos ocupan la copa de un árbol, de varios árboles, y cantan todos a la vez. De repente, y al mismo tiempo, todos se lanzan al aire y emprenden el vuelo. ¿Cómo pueden hacerlo si no se ven unos a otros? Es imposible que vean el movimiento de un jefe. Deben de tener una señal de aviso o una orden, de un tono superior al estrépito de sus trinos, que es inaudible para mí. He observado también el mismo vuelo simultáneo cuando todos estaban en silencio, no sólo entre mirlos, sino también entre otras aves como las perdices, cuando están muy distanciadas entre los matorrales, incluso en pendientes opuestas de una colina.»

«Los marineros saben que un grupo de ballenas que se calienta al sol o juguetea sobre la superficie del océano, separadas por millas de distancia, se zambullen al mismo tiempo y desaparecen en un momento. La señal es emitida en un tono demasiado grave para el oído del marinero que está en el palo mayor o el de sus compañeros en cubierta, que sienten la vibración en el barco como las piedras de una catedral se conmueven con el bajo del órgano.»

«Y lo que pasa con los sonidos, ocurre también con los colores. A cada extremo del espectro luminoso el químico detecta la presencia de los llamados rayos "actínicos". Representan colores -colores integrales en la composición de la luz- que somos incapaces de reconocer. El ojo humano también es un instrumento imperfecto y su alcance llega sólo a unas pocas octavas de la verdadera "escala cromática". No estoy loco; lo que ocurre es que hay colores que no podemos ver.»

«Y, Dios me ampare, ¡el engendro maldito es de uno de esos colores!»

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El Hipnotizador
(The Hypnotist-1914)

Ambrose Bierce


Algunos de mis amigos, que saben por casualidad que a veces me entretengo con el hipnotismo, la lectura de la mente y fenómenos similares, suelen preguntarme si tengo un concepto claro de la naturaleza de los principios, cualesquiera que sean, que los sustentan. A esta pregunta respondo siempre que no los tengo, ni deseo tenerlos. No soy un investigador con la oreja pegada al ojo de la cerradura del taller de la Naturaleza, que trata con vulgar curiosidad de robarle los secretos del oficio. Los intereses de la ciencia tienen tan poca importancia para mí, como parece que los míos han tenido para la ciencia.

No hay duda de que los fenómenos en cuestión son bastante simples, y de ninguna manera trascienden nuestros poderes de comprensión si sabemos hallar la clave; pero por mi parte prefiero no hacerlo, porque soy de naturaleza singularmente romántica y obtengo más satisfacciones del misterio que del saber. Era corriente que se dijera de mí, cuando era un niño, que mis grandes ojos azules parecían haber sido hechos más para ser mirados que para mirar... tal era su ensoñadora belleza y, en mis frecuentes períodos de abstracción, su indiferencia por lo que sucedía. En esas circunstancias, el alma que yace tras ellos parecía -me aventuro a creerlo-, siempre más dedicada a alguna bella concepción que ha creado a su imagen, que preocupada por las leyes de la naturaleza y la estructura material de las cosas. Todo esto, por irrelevante y egoísta que parezca, está relacionado con la explicación de la escasa luz que soy capaz de arrojar sobre un tema que tanto ha ocupado mi atención y por el que existe una viva y general curiosidad. Sin duda otra persona, con mis poderes y oportunidades, ofrecería una explicación mucho mejor de la que presento simplemente como relato.

La primera noción de que yo poseía extraños poderes, me vino a los catorce años, en la escuela. Habiendo olvidado una vez de llevar mi almuerzo, miraba codiciosamente el que una niñita se disponía a comer. Levantó ella los ojos, que se encontraron con los míos y pareció incapaz de separarlos de mi vista. Luego de un momento de vacilación, vino hacia mí, con aire ausente, y sin una palabra me entregó la canastita con su tentador contenido y se marchó. Con inefable encanto alivié mi hambre y destruí la canasta. Después de lo cual ya no volví a preocuparme de traer el almuerzo: la niñita fue mi proveedora diaria; y no sin frecuencia, al satisfacer con su frugal provisión mi sencilla necesidad, combiné el placer y el provecho, obligándola a participar del festín y haciéndole engañosas propuestas de viandas que, eventualmente, yo consumía hasta la última migaja. La niña estaba persuadida de haberse comido todo ella, y más tarde, durante el día, sus llorosos lamentos de hambre sorprendían a la maestra y divertían a los alumnos, que le pusieron el sobrenombre de Tragaldabas, y me llenaban de una paz más allá de lo comprensible.

Un aspecto desagradable de este estado de cosas, en otros sentidos tan satisfactorio, era la necesidad de secreto: el traspaso del almuerzo, por ejemplo, debía hacerse a cierta distancia de la enloquecedora muchedumbre, en un bosque; y me ruborizo en pensar en los muchos otros indignos subterfugios producto de la situación. Como por naturaleza era (y soy) de disposición franca y abierta, esto se iba haciendo cada vez más fastidioso, y si no hubiera sido por la repugnancia de mis padres a renunciar a las obvias ventajas del nuevo régimen, hubiera vuelto al antiguo, alegremente. El plan que finalmente adopté para librarme de las consecuencias de mis propios poderes, despertó un amplio y vivo interés en esa época, aunque la parte que consistió en la muerte de la niña fue severamente condenada, pero esto no hace a la finalidad de este relato.

Después, durante unos años, tuve poca oportunidad de practicar hipnotismo; los pequeños intentos que hice estaban desprovistos de otro premio que no fuera el confinamiento a pan y agua, y a veces, en realidad, no traían nada mejor que el látigo de nueve colas. Sólo cuando estaba por abandonar la escena de estos pequeños desengaños, realicé una hazaña verdaderamente importante.

Me habían llevado a la oficina del director de la cárcel y me habían dado un traje de civil, una irrisoria suma de dinero y una gran cantidad de consejos que, debo confesarlo, eran de mucha mejor calidad que la ropa. Cuando atravesaba el portón hacia la luz de la libertad, me di vuelta de súbito y, mirando seriamente en los ojos al director, lo puse rápidamente bajo mi control.

-Usted es un avestruz -le dije.

El examen post mortem reveló que su estómago contenía una gran cantidad de artículos indigestos, la mayor parte de metal o madera. Atragantado en el esófago, un picaporte, lo que según el veredicto del jurado, constituyó la causa inmediata de la muerte.

Yo era por naturaleza un hijo bueno y afectuoso, pero, al retornar al mundo del que tanto tiempo había estado separado, no pude evitar recordar que todas mis penas surgían como un arroyuelo de la tacaña economía de mis padres en aquel asunto del almuerzo escolar; y no tenía razón alguna para creer que se habían reformado.

En el camino entre Succotash Hill y Sud Asfixia hay unas tierras donde existió una edificación conocida como rancho de Pete Gilstrap, en donde este caballero solía asesinar a los viajeros para ganarse el sustento. La muerte del señor Gilstrap y el desvío de casi todos los viajes hacia otro camino ocurrieron tan al mismo tiempo que nadie ha podido decir aún cuál fue causa y cuál efecto. De todos modos las tierras estaban ahora desiertas y el pequeño rancho había sido incendiado hacía mucho. Mientras iba a pie a Sud Asfixia, el hogar de mi niñez, encontré a mis padres, camino de la colina. Habían atado la yunta y almorzaban bajo un roble, en medio de la campiña. La vista del almuerzo revivió en mí los dolorosos recuerdos de los días escolares y despertó el león dormido en mi pecho. Acercándome a la pareja culpable, que en seguida me reconoció, me aventuré a sugerir que compartiría su hospitalidad.

-De este festín, hijo mío -dijo el autor de mis días, con la característica pomposidad que la edad no había marchitado-, no hay más que para dos. No soy, eso creo, insensible a la llama hambrienta de tus ojos, pero...

Mi padre nunca completó la frase: lo que equivocadamente tomó por llama del hambre no era otra cosa que la mirada fija del hipnotizador. En pocos segundos estaba a mi servicio. Unos pocos más bastaron para la dama, y los dictados de un justo reconocimiento pudieron ponerse en acción.

-Antiguo padre -dije-, imagino que ya entiendes que tú y esta señora no son ya lo que eran.

-He observado un cierto cambio sutil -fue la dudosa respuesta del anciano caballero-, quizás atribuible a la edad.

-Es más que eso -expliqué-, tiene que ver con el carácter, con la especie. Tú y la señora son, en realidad, dos potros salvajes y enemigos.

-Pero, John -exclamó mi querida madre-, no quieres decir que yo...

-Señora -repliqué solemnemente, fijando mis ojos en los suyos-, lo es.

Apenas habían caído estas palabras de mis labios cuando ella estaba ya en cuatro patas y, empujando al viejo, chillaba como un demonio y le enviaba una maligna patada a la canilla. Un instante después él también estaba en cuatro patas, separándose de ella y arrojándole patadas simultáneas y sucesivas. Con igual dedicación pero con inferior agilidad, a causa de su inferior engranaje corporal, ella se ocupaba de lo mismo. Sus piernas veloces se cruzaban y mezclaban de la más sorprendente manera; los pies se encontraban directamente en el aire, los cuerpos lanzados hacia adelante, cayendo al suelo con todo su peso y por momentos imposibilitados. Al recobrarse reanudaban el combate, expresando su frenesí con los innombrables sonidos de las bestias furiosas que creían ser; toda la región resonaba con su clamor. Giraban y giraban en redondo y los golpes de sus pies caían como rayos provenientes de las nubes. Apoyados en las rodillas se lanzaban hacia adelante y retrocedían, golpeándose salvajemente con golpes descendentes de ambos puños a la vez, y volvían a caer sobre sus manos, como incapaces de mantener la posición erguida del cuerpo. Las manos y los pies arrancaban del suelo pasto y guijarros; las ropas, la cara, el cabello estaban inexpresablemente desfigurados por la sangre y la tierra. Salvajes e inarticulados alaridos de rabia atestiguaban la remisión de los golpes; quejidos, gruñidos, ahogos, su recepción. Nada más auténticaniente militar se vio en Gettysburg o en Waterloo: la valentía de mis queridos padres en la hora del peligro no dejará de ser nunca para mí fuente de orgullo y satisfacción. Al final de esto, dos estropeados, haraposos, sangrientos y quebrados vestigios de humanidad atestiguaron de forma solemne de que el autor de la contienda era ya un huérfano.

Arrestado por provocar una alteración del orden, fui, y desde entonces lo he sido, juzgado en la Corte de Tecnicismos y Aplazamientos, donde, después de quince años de proceso, mi abogado está moviendo cielo y tierra para conseguir que el caso pase a la Corte de Traslados de Nuevas Pruebas.

Tales son algunos de mis principales experimentos en la misteriosa fuerza o agente conocido como sugestión hipnótica. Si ella puede o no ser empleada por hombres malignos para finalidades indignas es algo que no sabría decir.

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