Saturday, September 09, 2006

Walsh, con las armas del lenguaje

La reedición de Un oscuro día de justicia, uno de los grandes relatos de Rodolfo Walsh, no solo repone su potencia narrativa. También las tensiones entre literatura y política que acompañaron a un hombre que trajinó por las editoriales, el periodismo de investigación y la creación antes de entregarse a la militancia en Montoneros. Piglia, Lafforgue y Divinsky acercan reflexiones y testimonios sobre su vigencia.







VICENTE MULEIRO.






Toda una época se arremolinó en un hombre enjuto, con aire de trabajada determinación y rostro subrayado por anteojos: Rodolfo Walsh fue ese torbellino que en cincuenta años de vida (1927-1977), escribió, tradujo, compiló, denunció, militó y murió revólver en mano, en el barrio de Balvanera, cercado y rematado por esbirros de la ESMA.

Walsh, o sea: la escritura filosa y bien arriba. Walsh: el equilibrio inestable entre la culposa y obsesiva persecución de la forma y la convicción de que hay que dejarlo todo atrás, pues ni la más feroz acusación sirve si después "se sacraliza en arte". Walsh en la industria cultural, en los libros, en el flamígero y minucioso periodismo de denuncia, en la organización armada Montoneros.

Y ahora, Walsh por la vuelta: Ediciones de la Flor se apresta a reeditar Un oscuro día de justicia, gema de la serie de cuentos sobre el internado de chicos irlandeses. Junto con él, la recuperación de otro relato Zugzwang, donde la intriga la aporta el tablero de ajedrez. Para completar: un prólogo del maestro Jorge Lafforgue y la famosa entrevista que le realizara Ricardo Piglia para la revista Adán en 1970, sí, aquellla nota donde define y se define: "es imposible hoy en la Argentina hacer literatura desvinculada de la política".

Pero ¿había escrito Walsh una "literatura desvinculada de la política"? ¿Se autoflagelaba por eso, adentrado ya sin fisuras en la etapa sartreana y guevarista del compromiso? ¿Triunfó en Walsh el compromiso y entonces cabe la cristalización de su vida casi en contra de una obra? Pues no: a casi treinta años de su asesinato Walsh sigue plantándose entre contradicciones móviles, de esas que echan humo todavía.

La narrativa de Walsh reconoce como punto de partida la publicación del libro Variaciones en rojo (1953), tres relatos que rinden tributo a su gusto por el policial clásico. La escritura es aquí una continuidad de sus primeras inmersiones en el mundo editorial como traductor, corrector, asesor de colecciones y compilador. Es claramente el hijo pródigo de la relectura de la narrativa universal que encabeza Jorge Luis Borges recolocando a los anglosajones en el gusto argentino. Y como escritor también tributa a Georgie, al reconocer en Seis problemas para Isidoro Parodi (Borges- Adolfo Bioy Casares, 1942) el estreno nacional del género policíaco. Paradojas nacionales: ¿Es concebible el radicalizado Walsh sin el conservador Borges?

El policial le sirve a Walsh para hacer algunas indagaciones más existenciales que sociales La elección de género insiste en los relatos que serán recopilados en Cuentos para tahúres y otros relatos, algunos de ellos premiados en un par de concursos donde Borges y Bioy fueron los jurados. Pero en Los oficios terrestres (1965) el abanico se abre inficionado por la vida política: allí aparece el cuento Esa mujer, Eva Perón, por lo tanto, "con toda la muerte al aire"; allí también se publica Fotos, colage de imágenes narrativas deudoras de Joyce extraídas de un pueblo bonaerense en el que sopla un fascismo con olor a pasto. También el apunte vanguardista de El soñador y el vilipendiado mundo militar en Imaginaria. Y claro, el primer cuento de la saga de los internados Irlandeses detrás de un gato.

En Un kilo de oro, el siguiente libro de cuentos, el mundo rural reaparece en Cartas; la técnica del relato paralelo brilla en Nota al pie y los irlandeses trajinan de nuevo en Los oficios terrestres. El escritor ya había ensamblado su saber literario con la crítica política y había pasado de celebrar la caída del peronismo en 1955 a indagar en los destinos y los afanes de los derrotados. Ya viraba hacia el periodismo militante, ya adscribía a la experiencia cubana y viajaba y descifraba un cable que le permitió al régimen de Castro ponerse al tanto de la inminente invasión en Playa Girón, ya, para Gabriel García Márquez, Walsh era "el hombre que se adelantó a la CIA". La opción vital e ideológica se dinamiza y se consolida: la escritura puede ser un elemento formidable al servicio de la acción pero eso no hace a un hombre entero, el paradigma se había terminado de dibujar en Bolivia: si Guevara iba del protagonismo político a la escritura de su Diario, para los escritores como Walsh el imperativo moral trazó el camino inverso: de la escritura a la acción.


Chicos irlandeses

En esa atmósfera cargada es que Walsh cierra la saga de los irlandeses con el cuento Un oscuro día de justicia. La trilogía tiene un arranque autobiográfico. Rodolfo Walsh había nacido en el pueblo rionegrino de Choele Choel el 9 de enero de 1927, hijo del mayodomo de estancia de origen irlandés Miguel Esteban Walsh. Los problemas económicos obligan al padre a "repartir" a los cinco hijos y a Rodolfo le corresponde un destino penumbroso: ingresar al internado de chicos irlandeses en el pueblo bonaerense de Capilla del Señor primero y a otro instituto de Moreno, después.

El primer cuento (Irlandeses detrás de un gato) planta un mundo impiadoso donde un novato con apodo felino hace su entrada a un ambiente rudo, desamorado, con cancerberos agrios y rutinas esforzadas y tediosas. En ese caldo se cuecen las jerarquías de los humillados, un ranking por el que se sube con el cuerpo, a fuerza de compadradas, de aguantes físicos y de lenguas envenenadas que buscan su lugar a golpes de ingenio. En ese ambiente opaco y violento, el Gato —tenue y presumible alter ego—, pasa por los humillantes ritos iniciáticos para ser uno más en la tribu. Tras recibir una tunda histórica es aceptado en su condición felina: "La enemistad de sangre había sido lavada, ahora quedaban todas las otras enemistades".

El segundo relato Los oficios terrestres (que posee uno de los más musicales y perfectos comienzos de la narrativa argentina del siglo XX) está atravesado en mayor medida por un sujeto colectivo —los internados— , que en ocasiones Walsh denomina "pueblo". La comunidad huérfana recibe la visita de las Damas patrocinadoras de la institución por lo cual les espera una leve caricia al pasar y una comida que es celebrada como una panacea: la "fiesta" sin embargo, resulta poco soportable pues ese día excepcional está amenazado por su contracara, la rutina que caerá como una lluvia de tristeza apenas las Damas se retiren y con ellas el trato levemente complaciente y los buenos bocados. En el cuento la jornada avanza en contrapunto con la carga de la basura que se acumula en el festín, los restos del día que ya no retornará y que dejará a los chicos "desmadrados y grises, superfluos y promiscuos bajo la norma de hierro y la mano de hierro". Un súbito gesto de solidaridad colorea el final en medio de un desencanto arrasador.

En el relato que reeditará De la Flor Un oscuro día de justicia la presencia del sujeto colectivo es aún más intensa. Aquí el "pueblo" es el protagonista de fondo y el poder es representado por el celador Gielty que exhibe una matriz ideológica discriminatoria, darwiniana y celebratoria de la violencia: "Deben aprender a pelear y a abrirse un camino en la vida porque Dios ordena —y aquí palmeó uno de los libros que era más grande y de tapas negras— que las más fuertes de sus criaturas sobrevivan y las más débiles perezcan".

Para el insoportable Gielty el mundo se entiende como "un gigantesco matadero hecho a Su imagen y semejanza, generaciones cayéndose sin utilidad". El "pueblo" se propone salir de la opresión y de la violencia a las que los condena el celador para lo cual busca un salvador externo y providencial que ilumine ese oscuro día de justicia.

A pesar de la evidente pedagogía política —que en el reportaje que le hace Piglia, el narrador asume sin atenuantes— la narración se sostiene con mucha más fuerza y sugerencia que la literatura denuncista que habían trajinado los escritores realistas con puntos de partida en los años 20 y 30. Acaso este relato opere como síntesis de recursos literarios y tensión política, algo que después de todo, ya se había manifestado en los libros de investigación periodística como Quién mató a Rosendo, donde las técnicas narrativas de vanguardia, la velocidad del relato, el manejo de los tiempos, y el ensamble de diversos planos concurren a dotar de eficacia artística una acusación pública y política.

Es que aun afilando la literatura como instrumento funcional a un proyecto ("con cada máquina de escribir y un papel podés mover a la gente en grado incalculable. No tengo la menor duda", dijo en 1970) Walsh nunca se descargó de una formación literaria que se gestó como pesca variada en la literatura universal, con ese autodidactismo tan argentino que lleva —modelo Borges— a tomar caprichosamente lo que resulte digno de admiración y someterlo a un proceso de hibridación que arma verdaderos espacios de libertad ante el peso de la cultura. Hay además elementos de escritura que provienen claramente de un conocimiento de recursos poéticos con imágenes como "tristeza caía del aire" o "lágrimas venían resbalando" o "álamos desfilaban a la derecha". La operación de dejar caer el artículo y la posición del verbo contribuyen a dotar de mayor clima a la frase y a mantener la cadencia del párrafo. Hay también oraciones ebrias de borgismo: "Allí la suerte lo alcanzó", dice de el Gato cuando es perseguido en Los oficios terrestres.

La imagen poética es un recurso habitual. Así en los cuentos que enfocan el mundo rural se oye "la risa de los eucaliptos" o súbitamente irrumpe "una burla de urracas".

El ambiente del piberío en el internado irlandés suena a mundo novelístico pleno, a potencia novelística. Así lo intuyeron los editores que se le acercaron para tentarlo con un dinero que le permitiera la dedicación exclusiva a una novela que transcurriera entre los muros de esas instituciones sepias. Mario Vargas Llosa, con otro internado, la escuela militar limeña Leoncio Prado en La ciudad y los perros, había entregado un mundo donde hervían ciertas coordenadas del poder latinoamericano. Nadie pensaba que Walsh pudiera hacer menos.

El narrador tenía ese libro en su cabeza, un texto donde se proponía rescatar formas primitivas del novelar, hilando cuentos conectados entre sí por los personajes y la atmósfera, pero no necesariamente por la misma línea argumental. En su imaginación ya habitaba el relato Mi tío Willy que ganó la guerra, donde los chicos confinados en la enfermería, en contrapunto con su desvaída realidad, reviven la historia de un adulto en la guerra mundial y otra historia con el diablo como personaje.


Tensiones

En un análisis sobre la cuentística de Walsh, el poeta y ensayista Víctor Pesce sostuvo que escindirlo entre "el escritor de ficciones (lo lúdico) y la urgente responsabilidad de una política revolucionaria (el compromiso)", volcando, además, el péndulo de ese vaivén hacia el lado del compromiso es acotar el legado de una personalidad múltiple. Hoy sucede que es imposible recortar al escritor que creció intelectualmente entre las formas "burguesas" de la literatura y el que luego pone el cuerpo hasta la muerte por su causa. La utilización de los recursos estéticos le sirve aún para sus grandes textos periodísticos y para aquella famosa decodificación de un cable en Cuba, donde se vale de manuales recreativos de cartografía. El episodio remeda a su personaje Daniel Hernández, el investigador que descubre crímenes desde su condición letrada.

La relación literatura-política, se planta en Walsh como una continuidad. El mismo lo recuerda en Esa mujer: "Nuestros grandes políticos llevaban el tintero en el chaleco". Esa vinculación reconoce una historia ética con épocas diferenciadas: del palabrerío doctoral y engañoso a la búsqueda de una eficacia devastadora con textos como dagas que pretenden remover la realidad como en Sarmiento, Mansilla o Hernández.

Esa tensión no sólo le perteneció a Walsh y abarcó a varios compañeros de generación como Francisco Urondo, Roberto Santoro, Juan Gelman, Miguel Angel Bustos y Haroldo Conti, entre otros creadores con fuertes puntos de contacto en una peripecia generacional que ascendió por el optimismo histórico y cerró en sus derivaciones trágicas.

Resulta apropiado que la reedición de Un oscuro día de justicia llegue acompañado por un relato de 1957 que podría leerse en las antípodas, a saber Zugzwang, allí donde el comisario Laurenzi dice "no hay bicho más peligroso que un hombre que escribe" y donde el gusto por el juego y la precisión se conjugan en una partida de ajedrez que se cruza con un dilema moral y un caso policial. Cruces: de eso se trata Walsh. De pares no necesariamente contrarios que generan, todavía, un movimiento hacia adelante

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